maría modelo de esperanza, reina del Adviento
Esperamos
porque creemos. La esperanza cristiana se apoya en las promesas de Dios, que
nos fija una meta y nos promete su ayuda eficaz y constante para alcanzarla. El
caso de María es una confirmación de esta afirmación. La palabra proclamada
ayuda a aproximarnos al misterio que celebramos.
La
primera lectura recuerda que en su origen la humanidad hizo una opción
contraria al plan de Dios. No sabemos de forma concreta cómo, pues se nos narra
con un lenguaje simbólico y figurado, cuyo contenido es que Dios invitó al
hombre, creado como pura criatura y mortal, a vivir en su casa-jardín donde
podría participar su felicidad y vivir inmortalmente siempre que se sujetara a
su voluntad. Pero el hombre no se fio de Dios, quiso “ser como Dios”,
independiente, moralmente autónomo, y Dios respetó esta opción, quedando el
hombre fuera del paraíso como pura criatura mortal. Es una herencia negativa
que el primer hombre transmite a todos sus descendientes, el pecado llamado
original. Pero Dios prometió a la humanidad una victoria final sobre el
tentador, que restablecería el plan primitivo. La segunda lectura habla del
cumplimiento de este plan y de su situación actual con un lenguaje más
concreto: Dios nos ha destinado a todos los humanos a ser hijos en su Hijo, y
como Dios es amor y el Hijo es la expresión concreta de su amor, ser hijos en
el Hijo significa unirse en Cristo y dejarse transformar por él, siendo santos
e inmaculados en el amor. Cristo muriendo y resucitando ha hecho posible esta
situación, liberando de la herencia de Adán a toda la humanidad.
Desde
muy pronto la Iglesia tuvo la corazonada de que María, madre de Dios, y
destinada a convivir de forma íntima con su Hijo santísimo, estaría libre del
pecado original, la herencia de Adán. ¿Cómo es posible que una mujer, separada
de Dios por el pecado original, fuera su madre? Pero contra esta
corazonada estaba la afirmación de la fe
que confesaba que Cristo es salvador universal, incluso de su madre. Solo en el
bautismo todos recibimos una gracia básica que anula la incapacidad del pecado
original y nos capacita para amar y recibir las ayudas necesarias para llegar
al final. Este es el camino para todos los humanos, hijos de Adán. Esto es
verdad, pero el Espíritu Santo fue ayudando a la Iglesia a profundizar en la
palabra de Dios y a descubrir pistas que pudieran resolver esta dificultad. Un
texto básico fue el Evangelio que se ha proclamado en que Dios por medio del
ángel llama a María llena de gracia,
es decir, plenamente agradable a Dios y transformada por él desde el primer
momento de su existencia. María era la plenamente amada porque no había nada
negativo en ella y la plenamente capacitada para amar desde el primer momento
de su existencia. Y no obsta que Cristo sea redentor de todos, pues lo era,
pero su madre fue redimida en previsión
de sus méritos. Es la fiesta que celebramos.
Hoy
celebramos a María como reina del Adviento o de la Esperanza, porque muestra en
su vida cómo Dios promete y cumple, dando a cada uno lo que necesita para
realizar su misión. Por otra parte, se nos enseña cómo actúa Dios en la
Historia de la salvación. Este hecho tan excepcional se realizó en pleno
silencio, no lo conocieron los padres que engendraron a María ni lo supo ella.
Lo importante no es la notoriedad pública del hecho sino la certeza del amor inquebrantable de
Dios que nos conduce a cada uno por sus caminos siempre inspirados en el amor. Esta
certeza confirma nuestra esperanza, a pesar de que a veces no veamos en el
horizonte signos de esperanza tangibles, pues frecuentemente Dios actúa en el
silencio.
La
Eucaristía es lugar privilegiado para agradecer al Padre, en primer lugar, la
obra que ha realizado en María, y junto con esto, la vocación que nos ha dado y los medios que
estamos recibiendo para llevarla a cabo. Por otra parte, es alimento de los
hijos que capacita para seguir adelante,
creciendo santos e inmaculados en el amor, y garantía de que llegaremos
a la meta querida por el Padre.
Dr. Antonio Rodríguez Carmona
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