Los que se lamentan de la dureza del yugo del Señor
quizá no han rechazado completamente el yugo tan pesado de la codicia del
mundo, o si lo han rechazado, de nuevo se han sujetado a él, para mayor
vergüenza suya. Por fuera soportan el yugo del Señor, pero por
dentro sus espaldas están sujetas todavía a las cargas de las preocupaciones
del mundo. Consideran como yugo pesado del Señor las penas y dolores que ellos
se infligen a sí mismos... Siendo así que el yugo del Señor es “suave y su
carga ligera”.
En efecto, ¿qué hay de más dulce, de más glorioso, que verse elevado por encima del mundo por el menosprecio que se ha hecho de él e, instalado en la cumbre de una conciencia en paz, tener el mundo entero bajo sus pies? Entonces no se desea nada, nada se teme, nada se envidia, nada propio que se os pueda quitar, ningún mal que otro os pudiera causar. La mirada del corazón se dirige hacia “la herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo” (1P 1,4). Como con una grandeza de alma, se hace poco caso de las riquezas del mundo: éstas pasan; las fastuosidades del mundo: se marchitan; y llenos de gozo hacen suyas las palabras del profeta: “Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece por siempre” (Is 40,6-8)…
En la caridad, y sólo en la
caridad reside la verdadera tranquilidad, la verdadera dulzura, porque este es
el yugo del Señor.
Aelredo de Rielvaux (1110-1167),
monje cisterciense
No hay comentarios:
Publicar un comentario