Texto Bíblico:
Mi corazón se desborda en
un hermoso poema. Recito mis versos a un rey.
Mi lengua es ágil pluma de
escritor.
Eres el más bello de los
hombres y en tus labios se derrama
la gracia, porque el Señor te bendice para siempre.
Cíñete al flanco la espada,
valiente, con majestad y esplendor.
Cabalga victorioso por la
verdad, la pobreza y la justicia.
Que tu diestra te enseñe a
hacer proezas.
Tus flechas son agudas, los
pueblos se te rinden, y se acobardan los enemigos del rey.
¡Tú trono es de Dios y
permanece para siempre!
¡Cetro de rectitud es el
cetro de tu reino! Tú amas la justicia y odias la impiedad: por eso el Señor,
tu Dios, te ha ungido con perfume de fiesta, entre todos tus compañeros.
Mirra y áloe perfuman tus
vestidos, y te alegra el son de las arpas en el palacio de marfil.
Hijas de reyes salen a tu
encuentro. De pie, a tu derecha, está la reina, adornada con oro de Ofir.
Escucha hija, mira, inclina
el oído: olvida tu pueblo y la casa de tu padre, el rey está prendado de tu
belleza. ¡Póstrate ante él, pues él es tu señor!
La ciudad de Tiro viene con
sus regalos, los pueblos más ricos buscan su favor.
Ahora entra la princesa,
bellísima, vestida de perlas y brocados.
Ellos la llevan en
presencia del rey, con séquito de vírgenes, y sus compañeras la siguen.
Con júbilo y alegría la
conducen, y entran en el palacio real.
«A cambio de tus padres,
tendrás hijos, y los nombrarás príncipes por toda la tierra».
Vaya conmemorar tu nombre
de generación en generación, y los pueblos te alabarán por los siglos de
los siglos.
Reflexión: Amados De Dios
Este Salmo es un canto
litúrgico acerca del Mesías en su título de Rey. En él se le describe con
palabras tan profundamente líricas como estas: «Eres el
más bello de los hombres y en tus labios se derrama la
gracia, porque el Señor te bendice para siempre...».
El salmista anuncia que la
belleza del Mesías es debida a la gracia que derraman sus labios, es decir, a
la palabra que sale de su boca. Y así lo vemos en la primera predicación que
Jesucristo hace en Nazaret, la cual provocó que sus oyentes se «quedasen
admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc
4,22).
Por esta abundancia de
salvación que sale de los labios de este rey, el salmista
añade: «Porque el Señor te bendice para siempre». Bendecir, que
significa decir, hablar bien de alguien, es decir, bien-decir. Y Dios Padre
bendijo, habló bien de su Hijo, por ejemplo en la transfiguración, cuando
proclamó sobre Él: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;
escuchadle» (Mt 17,5).
Escuchadle, como ya anuncia
el libro del Deuteronomio, «con todo el corazón y con toda el
alma» (Dt 30,2). Por eso Dios dice estas palabras sobre su Hijo, porque
tiene el oído atento a su voz con todo su corazón, con toda su alma, con todas
sus fuerzas y con todo su ser. Por eso es mi Hijo amado. Y para que el hombre
sea también el Amado del Padre, también como hijo, se nos indica el camino:
¡Escuchadle! ¡Escuchadle! ¿Dónde...? En el
Evangelio. Desde él Dios siembra en el corazón del hombre
palabras de vida eterna y las graba tal y como Él prometió por medio de los
profetas. «Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de
aquellos días: pondré mi Palabra en su interior y sobre sus corazones la
escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,33). Alianza
cumplida por Jesucristo, y no ya solamente para el pueblo de Israel sino para
todos los pueblos de la tierra. Alianza realizada y sellada por el Hijo de Dios
con su propia sangre tal y como lo anunció en la Pascua y que la Iglesia
proclama en la Eucaristía. «De igual modo, después de cenar tomó la copa
diciendo: esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre que es derramada por
vosotros» (Lc 22,30).
Habíamos dicho que este
salmo era un canto litúrgico del Mesías en su entronización real, y al mismo
tiempo nos habla también de sus desposorios. Así se nos presenta una princesa,
hija de reyes, a la cual se le exhorta que tenga atento el oído para que el
Mesías-Rey quede admirado con su belleza. «Escucha, hija,
mira, inclina el oído: olvida tu pueblo y la casa de tu padre, el
rey está prendado de tu belleza».
Hemos visto al principio
cómo el salmista llamaba «bello» al Mesías por estar tan lleno de la
Palabra, que le fluye por los labios. Esta hija de reyes, para estar a la
altura de la boda, tendrá que ser alguien que escuche y ponga atento el oído,
de forma que se cumpla en ella la promesa que anunciamos en Jeremías. Entonces
su corazón estará lleno de la Palabra escuchada con su oído abierto y
dispuesto. Esta princesa, con la abundancia de la Palabra dentro de su ser
hasta el punto de rebosar por su boca, es por eso mismo
también bendita-amada de Dios igual que bendito y amado es su
Hijo.
Es fácil ver en esta mujer
lo que ya anunciaron los profetas y tantos santos nos han legado: el alma del
hombre que, para estar a punto de su desposorio con Dios, sólo necesita una
cosa: estar llena de la Palabra, creer en ella con confianza y
sin «prudencias humanas». El optar por un estilo de vida, sea
religioso o sea seglar, soltero o casado, no es determinante para
este desposorio. La «aptitud» viene marcada por la vinculación al
Evangelio, yendo hacia él y viéndolo como don de Dios y no como un
programa para llegar a ser idóneo y perfecto.
En el libro del Apocalipsis
se nos habla de las bodas del Cordero y nos describe a la esposa profundamente
engalanada (Ap 19,7-8). Así nos la anuncia ya el salmo: «Ahora entra la
princesa, bellísima, vestida de perlas y brocados. Ellos la llevan en presencia
del rey». Está engalanada con los mismos atributos de
Dios: amor, bondad, compasión, misericordia, etc., que le
han sido concedidos porque están presentes en la Palabra que ha escuchado, guardado
y obedecido.
La princesa, a la que ya
hemos identificado con el alma atenta a Dios-Palabra, será extraordinariamente
fecunda: sus hijos llegarán a ser príncipes sobre toda la tierra: «A
cambio de tus padres, tendrás hijos, y los nombrarás príncipes por toda
la tierra».
Todo hombre-mujer que,
por la Palabra, se desposa con Jesucristo, engendra hijos en la fe en todo
el mundo. Aunque nos parezca imposible, Dios se sirve de estas almas para
sembrar la vida eterna en innumerables personas. El apóstol Pablo tenía la
conciencia clara de su fecundidad por el hecho de predicar el
Evangelio: «He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo
Jesús» (1Cor 4,15).
(Antonio Pavía-Misionero
Comboniano)
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