sábado, 9 de noviembre de 2019

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario




Primera lectura:
 2 Mac 7,1-2.9-14: El Rey del universo nos resucitará para una vida eterna.
Salmo Responsorial:
 Sal 16,1.5-6.8b.15: Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
Segunda lectura:
 2 Tes 2,16-3,5: El Señor os dé fuerzas para todo tipo de palabras y obras buenas.
Evangelio:
 Lectura del santo Evangelio según san Lucas 20,27-38: No es Dios de muertos sino de vivos.

                jesús ofrece la salvación plena y total.

Los cristianos tenemos necesidad de ser conscientes del don que hemos recibido para vivirlo con alegría. Es una suerte ser cristianos. Esto es estar evangelizados. Todos deseamos felicidad, gozar, realizarnos plenamente y buscamos dónde encontrarla. En la calle domina una oferta que sitúa la salvación en tener, dominar, placer de todo tipo, ser admirados... Y son mayoría los que corren detrás de esta salvación. Jesús, por una parte, critica y relativiza estos medios: el dinero, bienestar, autoestima y otras realidades son necesarias para vivir, pero no se deben absolutizar porque no salvan. Por otra, ofrece la verdadera salvación, que es radical, plena y total. Primero porque comienza por la raíz de la persona, por su corazón,  con el perdón de los pecados y la transformación del corazón de piedra en corazón de carne, sensible a Dios y a los hombres. En segundo lugar, porque concede la posibilidad de resucitar, superando la muerte y transformando la vida actual en vida eterna, cosa imposible para las salvaciones paganas, que no afrontan con realismo el enigma de la muerte. Las lecturas de hoy subrayan este último aspecto.

Resucitar es seguir viviendo, no con la vida limitada y frágil que tenemos en este mundo, sino participando la vida de Dios, plena, ilimitada, gozosa. Dios transformará y divinizará todo lo positivo de nuestra personalidad y eliminará todo lo negativo. Nuestra personalidad – mi yo que vivo como una identidad permanente – es el fruto de la herencia de nuestros padres, que nos condiciona, y de las experiencias que vamos viviendo, que nos van configurando. Todo lo positivo será transformado. Como parte de estas experiencias han sido la aceptación de Dios como Padre,  de Jesús como salvador y de María como madre, por eso en el mundo de Dios mantendremos divinizadas estas relaciones. Igualmente nos han configurado las relaciones positivas mantenidas con padres, hermanos, amigos... por eso todas estas relaciones continuarán en el mundo de Dios. Será vivir en plenitud de felicidad, ni el ojo vio ni el oído oyó lo que Dios tiene reservado a los que lo aman (Is 64.4; 52,15; 1 Cor 2,9). Jesús compara esta situación con un banquete, dónde hay felicidad y mutuo compartir. Dentro de una cosmovisión evolucionista, la resurrección es la plenitud de evolución a la que aspira el ser humano.

Todo esto es posible por la resurrección de Jesús, primogénito de entre los muertos (1 Cor 15,20; Col 1,18). Por el bautismo el hombre se une a su muerte, recibe un corazón nuevo y comienza una vida nueva (Rom 6,3-4). Y si persevera en ella, el mismo Espíritu que resucitó a Jesús, resucitará al creyente (Rom 8,11). Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11,25-26).
En la segunda lectura san Pablo nos desea «que Dios nuestro Padre y  Jesucristo nuestro Señor -que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza- os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas». La esperanza de la meta hacia la que caminamos tiene que dinamizar toda nuestra vida. La primera lectura y el evangelio nos precisan que esta esperanza es nuestra resurrección, es decir, la salvación  plena, total y definitiva. Por esta esperanza murieron los israelitas que hemos oído en la primera lectura, que supieron afrontar y relativizar los sufrimientos presentes, confiados en el poder de Dios que los sostendría y les devolvería la vida.

La Eucaristía es presencia del futuro en Cristo resucitado, y alimento y garantía para conseguirlo: El que come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre el viviente, y yo vivo por mi Padre, así también el que me come, vivirá por mí.  Este es el pan bajado del cielo, no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come este pan vivirá para siempre (Jn 6, 56-58).

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


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