Primera lectura:
2 Sam 5,1-3: Ungieron a David rey de Israel
Salmo Responsorial:
Sal 121,1-2.3-4a.4b-5: Vamos alegres a la casa del
Señor
Segunda lectura:
Col 1,12-20: Nos ha
trasladado al reino de su Hijo querido
Evangelio:
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 23,35-43: Señor, acuérdate
de mí, cuando llegues a tu reino.
venga tu reino
El final del año
litúrgico evoca a la Iglesia el final de la Historia de la salvación, que
culminará con la plenitud del reinado de Dios Padre y de su Hijo Jesucristo.
En la
antigua Alianza Dios puso al frente de su pueblo reyes, primero a Saúl y
después a David para que en su nombre gobernaran a su pueblo, cuidando
especialmente la justicia y los derechos de los pobres. Para ello se les
“ungía” para significar que Dios los capacitaba para actuar en su nombre (primera
lectura). El segundo de ellos, David, quiso construir un templo a Dios, pero
Dios no aceptó este propósito porque sus manos estaban manchadas de sangre;
ante su buen deseo le prometió un trono
perpetuo (1 Sam 7). Sus descendientes lo hicieron mal, por lo que el pueblo
empezó a esperar un hijo de David ideal que de verdad reinara en nombre de
Dios. Era una esperanza de sentido religioso nacionalista, que asignaba a este
hijo de David la tarea de establecer un gran imperio con centro en Jerusalén.
Pero
los planes de Dios iban por otro camino. Si reinar es ejercer un poder, lo
propio del mandar de Dios padre es ejercer un influjo paternal, cuyo fruto
necesario es convertir al hombre en hijo suyo en un contexto de amor y a la
humanidad en una gran fraternidad en que reine la paz, la justicia y la
felicidad, sin dolor ni muerte.
Al
servicio de esta tarea está la misión
del Hijo, que es rey al servicio del reino del Padre (evangelio). Se hizo
hombre para hacerse solidario de todos los hombres y convertirse en su
representante ante Dios padre. Desde ahora todo lo que él haga vale para él y
para todos los hombres. Su vida fue un sacrificio existencial consistente en
hacer la voluntad del Padre por amor, que se tradujo en proclamar el plan del
Padre y hacerlo posible con su entrega. El Padre aceptó esta ofrenda,
glorificándole a él y a todos los que representaba, a toda la humanidad. Así ha
adquirido para todos los hombres el
derecho de ser hijos de Dios y miembros de la nueva familia. El Padre nos ha trasladado al reino de su
Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los
pecados. Él es imagen de Dios
invisible, primogénito de toda la creación… El principio, el primogénito de
entre los muertos para que sea el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer
residir en él toda la Plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas
(segunda lectura).
Jesús
hace realidad el reino de Dios perdonando los pecados y transformando el
corazón del hombre, que debe colaborar en un proceso que culminará en su
resurrección.
Al
servicio de su obra, Jesús ha creado la Iglesia, integrada por todos los que ya
viven en la esfera del reino y la ha enviado con la misión de invitar a toda la
humanidad a integrarse. La Iglesia primitiva lo entendió muy bien al aplicar a
la resurrección de Jesús el salmo 110,1: Dijo
el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como
escabel de tus pies. Jesús ya tiene todo poder salvador y ahora lo está ofreciendo a todos los
hombres hasta que llegue el momento de su parusía en que culminará esta tarea
con la salvación plena de todos los que han aceptado la realeza de Dios,
viviendo como hijos suyos. Es el momento que celebra hoy la Iglesia.
La
fiesta de hoy, por una parte, invita a echar una mirada optimista sobre la
historia; a pesar de todos los males presentes, el mundo camina hacia una meta
de salvación. Por otra parte, urge a renovar el compromiso de vida filial y
fraternal para mantenerse dentro del reino, pues al final seremos examinados
precisamente de vida filial y fraternal, de amor (Mt 25,31-46) y, junto a esto,
urge a vivir como testigos, ofreciendo la salvación y trabajando por un mundo
más fraternal y solidario, que sea reflejo del mundo futuro.
La
Eucaristía nos sitúa en el momento presente, recordando su muerte y resurrección y esperando su venida gloriosa
(anáfora III). El Señor resucitado sigue ofreciendo su cosecha salvadora para
que la acojamos y llevemos a los demás, y nos alimenta para ello, mientras
llega el momento de su manifestación gloriosa. Acogiendo la invitación de
Pablo, damos gracias a Dios Padre que nos
ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha
sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo
querido.
Dr.
don Antonio Rodríguez Carmona
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