«Con
toda el alma anhelaba
con ansia a su Cristo; a este
se consagraba él,
no sólo con
el corazón, sino con el cuerpo.
[...] Convertía todo su tiempo en ocio santo, para que la sabiduría le fuera
penetrando en el alma, pareciéndose retroceder
si no
veía
que adelantaba a cada paso».
«Esto en
casa. Pero, cuando oraba
en selvas y
soledades, llenaba
de gemidos los bosques,
bañaba
el suelo en
lágrimas, se golpeaba
el pecho con la mano, y
allí
—como quien ha encontrado un santuario más recóndito— hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía
al Juez,
oraba al Padre, conversaba
con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y en
efecto, para convertir
en formas
múltiples de holocausto
las
intimidades
todas más ricas
de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple. Rumiaba muchas
veces
en su
interior sin mover los labios,
e, interiorizando todo
lo externo, elevaba
su espíritu
a los cielos. Así,
hecho
todo él no ya sólo orante,
sino
oración, enderezaba todo
en él —mirada interior y
afectos— hacia lo
único que buscaba en
el Señor»
Así cuenta del
varón
de Dios, Francisco,
el venerable
Hno. Tomás de Celano.
¡Y qué hermosa resulta, en verdad,
su definición del poverello
de Asís: «Hecho todo él no ya sólo orante,
sino oración»!
De otro varón
de Dios, Domingo, dirá Fr.
Rodolfo de Faenza: «Tenía la
costumbre de pernoctar con mucha frecuencia en la iglesia, y rezaba mucho, y en la oración lloraba con
muchas lágrimas y gemidos». Al ser preguntado entonces cómo sabía esto, responderá con gran sencillez: «Porque muchas veces le seguía a la iglesia y lo veía». Mas... ¿cómo podía verlo, si era de noche? Y con la serena simplicidad de quien cuenta lo que vio, contestará:
«Porque siempre había
una
luz en la iglesia. Y el
mismo
testigo
se ponía a rezar cerca de él, porque le era muy amigo. Y con seguridad dijo que era muy devoto y asiduo en la oración, más
que cualquier hombre que jamás hubiera visto»
Se podrían multiplicar muchísimos más testimonios similares. Tantos cuantos son los
«hombres y mujeres de Dios», que, las más de las veces sin nombre reconocido, pueblan
edades y países, reflejando en sus vidas la historia del Amor de Dios con los hombres.
Historia que se sigue
manifestando.
Cada uno de estos testigos sin número, a veces silenciosos (aunque su silencio es
sumamente sonoro), es por sí solo un ejemplo elocuente que nos invita a dialogar con
nosotros mismos:
«¿Qué sería si yo hiciese
esto que hizo san
Francisco, y esto
que hizo santo Domingo?» Con
estas
palabras se
interpelará san Ignacio
de Loyola, el cual
seguirá
diciendo en
el relato que hace de su propia
vida: «Y así discurría
por muchas cosas que hallaba buenas,
proponiéndose siempre a sí
mismo
cosas
dificultosas y graves, las
cuales cuando proponía, le
parecía hallar en sí facilidad de ponerlas en obra. Mas todo su discurso era decir consigo:
santo Domingo hizo esto, ¡pues yo lo tengo de hacer!; san Francisco hizo esto, ¡pues yo lo
tengo de hacer!»
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