El
testimonio cristiano
El
que ha recibido el don del discipulado, debe necesariamente ser testigo del
amor de Dios (Evangelio). Los ejemplos empleados por Jesús muestran el carácter
de esta necesidad. La luz, si es luz, alumbra; si no lo hace, es que no es luz;
la sal, cuando es sal, sazona; si no lo hace, ha dejado de ser sal; igualmente
una ciudad en el monte, está en un lugar alto, que le permite ser vista por los
que están abajo; si no lo hace, es que no está en una altura.
Leída
esta enseñanza inmediatamente después de las Bienaventuranzas, presentan el
testimonio cristiano como una consecuencia natural de la vida del que ha
recibido el perdón de Dios y coopera con él, con alegría, de cara a un futuro
de plenitud y gozo.
Este
mismo contexto explica el tipo de testimonio que naturalmente debe dar el
cristiano que vive como tal: no es el testimonio puritano del que se empeña con
un voluntarismo inútil en ser ejemplar, ocultando sus debilidades. Es el
testimonio del que se siente amado por Dios, y por ello perdonado
constantemente y sostenido en la perseverancia de la vida cristiana. Todo es
fruto de la gracia de Dios, no del simple esfuerzo humano. San Pablo lo
recuerda (2ª lectura) cuando habla de la debilidad que experimentó en su
llegada a Corinto y cuando resume su apostolado: Doy gracias al que me dio fuerzas, a Cristo Jesús, porque me consideró
digno de su confianza, poniéndome en el ministerio, a mí, que primero fui
blasfemo y perseguidor insolente; pero hallé misericordia… Cristo vino al mundo
para salvar a los pecadores, de los cuales el primero fui yo. Mas por esto
alcancé misericordia, para que en mí primero mostrase Cristo Jesús toda su
longanimidad, para ejemplo viviente de los que habían de creer en él para la
vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y
gloria por los siglos de los siglos. Amén (1 Tm 1,12-17).
Dentro
del plan de salvación, este tipo de vida tiene una finalidad misionera, querida
por Dios y consiguientemente obligatoria: Que
brille así vuestra luz delante de los hombres.
Si no es cristiano obrar de cara a la alabanza de los hombres (Mt
6,1), tampoco lo es ocultar la vida cristiana llevada a cabo como respuesta
amorosa y gozosa a Dios. La finalidad misionera: que los hombres den gloria a vuestro Padre que está en los cielos:
si esta persona, que es como yo, puede vivir así, porque ha aceptado a Dios
como padre, esto significa que yo también lo puedo hacer. Y todo redundará en mayor gloria del Dios Padre, cuya gloria está
en la salvación de todos sus hijos. Realmente
la fuerza del ejemplo es impresionante.
El testimonio existencial Jesús enseñó más con su vida que con su
predicación. Igualmente, la vida de los santos con sus altibajos. Por eso la
Iglesia propone estas vidas como exégesis viviente de la palabra de Dios
(Exhortación apostólica postsinodal Verbum
Domini), como expresión del sensus
fidei cristiano.
La
vida cristiana ha de ser luz viviendo
de acuerdo con las bienaventuranzas, lo que se traduce en obrar la misericordia y ser constructores de paz, y con esto ofreciendo consuelo a los que
sufren y luz a los que andan en tinieblas con una vida sin sentido (1ª lectura
y salmo responsorial).
La
Eucaristía es celebración y presencia sacramental del que es luz del mundo y nos ha dado la luz de la vida (Jn 8,12) con su
palabra, vida y sacrificio existencial. En ella experimentamos de nuevo el
perdón, nos unimos a su sacrificio, que nos capacita para vivir una existencia
con sentido como la suya y nos alimenta para realizar la tarea de ser luz y sal
para los hermanos.
Dr. Antonio Rodríguez
Carmona
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