¡Dios mío, Cristo es crucificado todos los días! ¡Y en todas las partes del mundo! ¡Y por mí, y por muchos de nosotros que nos decimos cristianos! Siempre que un niño es utilizado como esclavo, abusado o explotado; siempre que una mujer es maltratada, manipulada, insultada, humillada; siempre que una persona es utilizada, manipulada, torturada, o es víctima de la violencia, de la humillación o del desprecio, Cristo está siendo crucificado en ella. No era infrecuente, hace años, preguntarse dónde estaba Dios en Auschwitz, en Buchenwald o en Treblinka. Pues bien, Dios estaba en todas y cada una de las víctimas. San Juan Pablo II decía que Dios, mediante la Encarnación del Verbo, es decir, de su Hijo, se había unido en cierto modo a todo hombre. A la luz de la Encarnación —esa Alianza que se consuma en la Pasión y que nos abre a todos a la luz de su amor infinito en la mañana de Pascua—, no hay peripecia en la historia humana, no hay soledad, ni dolor ni sufrimiento, ni humillación ni abuso, que no sea parte de la pasión de Cristo. Que no haya sido transfigurado en su victoria sobre el mal y sobre la muerte, que no desemboque en el océano de la vida divina, en la caricia de su amor y su misericordia eternos. El día de los Santos Inocentes se celebra tres días después de Navidad, sólo después del primer mártir y del evangelista San Juan, el evangelista de la Encarnación. ¡Qué pena que esa fiesta, tan sobrecogedoramente actual, haya quedado reducida entre nosotros a una ocasión de burla y de chascarrillos!
El misterio de la libertad
humana —y de sus casi innumerables posibilidades de hacer el mal, por más que
el mal (a diferencia de la caridad) no tiene imaginación alguna, es
asfixiantemente monótono y repetitivo, aunque sus armas cambien de modelo cada
pocos años—, es tan grande, que con frecuencia su magnitud nos abruma. De
hecho, y aunque la palabra “libertad” sea una palabra mágica, y la usemos como
talismán, la mayoría de los hombres no quieren ser libres, como decía un autor
antiguo, lo que quieren es tener buenos amos. La libertad da vértigo. Hasta el
punto, de que, sin Cristo, la libertad tiende a ser vista únicamente como una
fuente de riesgo, como un peligro, hasta como la causa misma del mal. Y
entonces parece que la tarea de poner orden en el caos de la historia consiste
tan sólo en suprimir (o reprimir, u oprimir) la libertad. ¡De ahí nacen todos
los tiranos!
Y es que sólo hay en la
historia (y este “en la historia” es absolutamente esencial) una realidad más
poderosa que el mal, y esa realidad es el amor de Dios, que abraza al mundo —al
mundo entero— en Jesucristo. Los brazos abiertos de la cruz, clavados, para que
nada dé lugar a la tentación de huir de él, son un abrazo. Son un corazón
abierto, sin armas, sin protección y sin defensas. Es el abrazo de Dios a la
marea del mal y del sufrimiento humano. Son el corazón de Dios abierto a todas
nuestras mezquindades y nuestras miserias. Ese abrazo desvela que la libertad
(y su capacidad de hacer el mal) no es lo último, sino lo penúltimo de la
historia. La libertad es un bien indispensable (porque no hay amor verdadero
más que si es libre), pero la libertad está en función del amor, es bella y
buena cuando es fruto y fuente de amor.
Gracias a Dios, vamos a poder
volver a celebrar este año, después de dos años de pandemia, una Semana Santa
“normal”. Nuestras imágenes sagradas, nuestros Cristos y nuestras Vírgenes
dolientes —dolientes y reinas a la vez, asesinadas y rescatadas por la mirada
de su Hijo, signo y reflejo de nuestra humanidad herida y redimida—, van a
recorrer de nuevo las calles de Granada. Lo que proclaman es precisamente eso:
que no hay dolor humano que no haya sido asociado a la Pasión de Cristo, que no
hay lágrimas que el Señor no recoja en sus manos como perlas preciosas, que no
hay víctimas que no tengan cobijo y paz bajo el manto de la Virgen o en el
corazón abierto de Cristo. El día de los Santos Inocentes, el día en que las
innumerables víctimas inocentes de la historia —de Ucrania y de todas partes—
son abrazadas por Cristo, son ensalzadas por Dios, es el Viernes Santo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
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