Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único
día «en que actuó el Señor», caracterizado por el distintivo de la Resurrección
y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús. Desde la antigüedad este
domingo se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco
que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los
ocho días, o sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó este mismo domingo a
la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor
María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000.
De misericordia y de bondad divina está llena la
página del Evangelio de san Juan (20, 19-31) de este domingo. En ella se narra
que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las
puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no
impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel que
naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo entrar en el
Cenáculo a puerta cerrada» (In Ioh. 121, 4: CCL 36/7, 667); y san
Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su
Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un
estado de gloria (cfr. Hom. in Evang., 21, 1: CCL141, 219). Jesús
muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las
toque. ¿Pero cómo es posible que un discípulo dude? En realidad, la
condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la incredulidad de
Tomás, y de la de los discípulos creyentes. De hecho, tocando las heridas del
Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su desconfianza, sino también la
nuestra.
La visita del Resucitado no se limita al espacio del
Cenáculo, sino que va más allá, para que todos puedan recibir el don de la paz
y de la vida con el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a
los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado,
también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes
se los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la Iglesia
perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la
gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan—
creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis
vida en su nombre» (20, 31).
Benedicto XVI
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