Pero el problema no se ciñe únicamente
a una natalidad que no se espera porque no ha sido ni deseada ni secundada,
sino que ha sido interrumpida en su proceso más incipiente, es decir, abortada.
Es la vida que existiendo ya, se la corta en su tramo más vulnerable como es la
gestación en el seno de su propia madre gestante. Podrán maquillar el patético
patíbulo, o decir que es un apéndice sin vida humana lo que extirpan, pero el
cuerpo de la madre y su conciencia, saben que están aniquilando una verdadera
vida que tiene ojos, dedos y huellas dactilares, latidos de un corazón que late
al unísono del de quien lo acoge en su seno, y al que nutre con su oxígeno y su
propia sangre.
Luego está la aberración de quienes
esgrimen sus ardides parlamentarios para imponer legislaciones que persiguen el
aborto libre, sin ningún tipo de rebajas ni de plazos, ya de por sí terribles
por su dictamen excluyente de esa vida naciente, constituyendo en su delirium
tremens un derecho: el que, según ellos, tiene la madre de
acabar con la vida del hijo que una mujer lleva en sus entrañas. Pueden
conseguir que tan terrible deriva obtenga la legalidad jurídica por leyes así
promulgadas, pero nunca conseguirán el respaldo moral ante la falta de ética
más fundamental cuando se cercena el derecho a la vida.
Hemos visto tantos escenarios en la ya
larga historia de la humanidad, donde pretendidos derechos se acabaron
imponiendo cuando obtuvieron no la asistencia de la verdad y la razón, sino la
complicidad de una votación parlamentaria. De esa guisa introdujeron una praxis
social y cultural y la imposición zafia de los imperios totalitarios y fugaces
gobernanzas. Traemos a colación la esclavitud de antaño, los apartheid de
hogaño, las leyes racistas y sus ku-klux-klan como agentes de
su gendarmería. Con el aborto ocurrirá lo mismo, y esta generación que se
pavonea de su triste victoria matarife, la historia la señalará y representará
un momento más del declive moral de quienes han perdido el norte de la bondad,
la sindéresis de la razón y la brújula de la verdad. La crisis de natalidad
tiene también esta deriva perversa: que no se les deja nacer a quienes ya
existen. No se trata de evitar que vengan a la vida a los que se decide que no
nazcan, sino que se destruye una vida existente en el santuario más sagrado
cuando hablamos del seno de sus madres.
Todo esto no quiere decir que la mujer
sea la única responsable. Hay mil situaciones en las que ella está sola y
aislada, desamparada con desdén y abandonada con retranca, por parte de tantos
que deberían apoyar ese momento tan delicado y a veces complejo: el padre de la
criatura, la familia, el círculo de amigos, la sociedad y el mundo laboral. Es
tremendo cuando la mujer se queda sola y mal acompañada, con la única salida
(que no lo es) de verse impelida a abortar. Hay una complicidad que no resulta
ajena para quien ve crecer en sus entrañas un hijo que le llega. Por tanto, hay
una llamada global a salir en ayuda de la mujer y no ponerla en el disparadero
de lo que acaba con la vida de su hijo y con la vida de ella misma cuando caiga
en la cuenta de lo que hizo de modo irremediable.
“40 días por la vida” es un movimiento
mundial que sale al encuentro de este drama, sin demonizar a la mujer, sino
viniendo en su ayuda de mil maneras: rezando, acogiendo, acompañando. Es un
regalo ver los milagros de tantos niños que han logrado nacer porque hubo manos
amigas, manos orantes, miradas y corazones acogedores que estuvieron al lado de
esas madres a las que les permitieron acoger el milagro de la vida que Dios con
ellas nos ha regalado.
+ Jesús Sanz Montes
Arzobispo de Oviedo
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