lunes, 15 de abril de 2019

Camino del Calvario




Cuando rezo el cuarto misterio del Rosario, siempre me viene a la mente las palabras “agotamiento” y “extenuación”. Porque así es cómo tenía que estar Jesús, agotado y extenuado, después de tanto maltrato, agravio y vejación en los distintas etapas  de su pasión: el Getsemaní, el traslado desde aquí a casa de Caifás, el proceso religioso ante el sanedrín, después el proceso civil ante Pilatos con los correspondientes azotes y coronación de espinas; sin olvidar el agotamiento moral por el abandono de los suyos, la derrota en la elección entre Él y Barrabás y la exposición ante la turba borracha de ansia de sangre.

En esas largas horas sin descanso ni alimento y salvajemente golpeado y herido tuvo que perder mucha sangre, lo que le llevaría a un gran desfallecimiento e hipoglucemia. En estas condiciones ponen sobre sus hombros una pesada y tosca cruz, con los nudos de la madera sin pulir. Su peso y el roce en sus hombros en carne viva le producirían un insoportable malestar al principio que se transformaría en inaguantable dolor en breves instantes. Cada golpe producido por el arrastre de la cola del madero, que une el cielo con la tierra, por el empedrado e irregular camino empinado repercutiría en otro golpe sobre sus descarnados huesos y este transmitiría una descarga dolorosa sobre sus sienes perforadas por la corona de espinas. Sus debilitadas piernas no pueden soportar ni su propio peso, cuánto menos el de la enorme y grosera cruz. Va dando bandazos por el estrecho pasillo que forman las hileras de vociferantes energúmenos humanos  a ambos lados del camino, los gritos ensordecedores e ininteligibles por causa de la propia mezcla de los ladridos humanos y por su deteriorado  estado físico le producen una sensación de desfallecimiento, pero no solo sensación, sino realidad. No ve con claridad los rostros humanos que a sus ojos ensangrentados se les asemejan más a figuras dantescas. Va perdiendo la estabilidad y el sentido, ya ni se da cuenta que en cualquier momento  caerá. Por fin cae… una, dos, tres… y seguro que muchas más veces. Se ha convertido en una piltrafa humana, mira y no ve; oye, pero no escucha. Pero sí mantiene su energía moral, su pundonor no debe decaer para que las pocas miradas piadosas, entre ellas la de su madre, no tengan la sensación de derrota, humanamente es un trance malo, pero hay que seguir adelante.

Y si los dolores físicos no fueran suficientes, arrastra y arrostra también los morales: los suyos le han abandonado, recuerda a Judas, la negación de Pedro, ahora se han convertido en abucheos los vítores y “hosannas” del domingo anterior. También tiene que ser demoledor el encuentro esporádico con algún rostro amigo reconocido; Él, en su estado, tiene que insuflarle fortaleza y cambiarle el aparente fracaso por esperanza, con su mirada tiene que decirle mantente, esto es solo el último paso, ya mismo estamos en la etapa definitiva y victoriosa.

También agotará y extenuará su espíritu el contemplar su mente el aparente fracaso a causa de los pecados posteriores de todos nosotros, sus seguidores, los que nos decimos sus amigos. Física y moralmente cualquier ser humano hubiera abandonado, habría sucumbido ante la tozudez de los hechos; ganas no le faltaron… Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz, sin embargo  todo lo aceptó porque yo soy un pecador.

Pedro José Martínez Caparrós

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