lunes, 29 de abril de 2019

El peso de la conciencia





El hombre, en su andar errabundo por la vida, comete actos que ni él mismo, cuando recapacita, cree haber sido capaz de ello; se dice: ¡Cómo habré sido capaz de perder de esa forma los nervios!… o: no me reconozco en lo que dije…

Y siempre encontrará una disculpa para justificar lo injustificable. “estaba nervioso, me hicieron una injusticia…”.
Pablo lo entendió muy bien cuando dice: “… Realmente mi proceder no lo comprendo: Pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco…” (Rom 7,15)

Pero la realidad es que hay algo impreso en nuestro interior que nos delata, aunque no queramos: la conciencia. El Señor, al crear al hombre, deja su Huella en él, como el alfarero deja su dactilar en el barro que amasa. Podríamos decir, que, al amasar nuestro “barro”, deja la impronta de su Ser: es lo que llamamos conciencia, que se rige por los conocimientos de la Ley Natural. Y ésta, queramos o no, en lo más íntimo de nuestra alma, nos delata. Dice san Agustín que Dios, que habita en el interior de nosotros mismos, es “interior íntimo meo”, lo más íntimo de nuestro propio ser. Él buscaba a Dios en las criaturas, torpemente, en su belleza, fuera del Creador, hasta que el Señor se le reveló; “…yo te buscaba fuera, y Tú estabas dentro…”, comentará en su libro de “Las confesiones”.

Es lo que el salmista dice: “…mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu Mano pesaba sobre mí; mi savia se había vuelto un fruto seco…” (Sal 31)

Nuestra savia se había vuelto un fruto seco. Nos lo recordará Isaías: “…Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó y la despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agraces…” (Is 5, 1 y ss) 

(Tomás Cremades) 
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