domingo, 18 de agosto de 2019

FUEGO DE AMOR



                                                He venido a prender fuego…
Da miedo utilizar la palabra «amor». Ha quedado tan prostituida que el amor es hoy una especie de «cajón de sastre» en el que cabe todo: lo mejor y lo peor, lo más sublime y lo más mezquino. No digamos nada si hablamos de «caridad». Sin embargo, el amor verdadero está en la fuente de cuanto ilumina y enardece nuestro ser. El amor hace crecer, da vigor y sentido a nuestro vivir diario, nos recrea.
Cuando falta el amor, falta el fuego que mueve la vida. Sin amor la vida se apaga, vegeta y termina extinguiéndose. El que no ama se cierra y aísla cada vez más. Gira alocadamente sobre sus problemas y ocupaciones, queda aprisionado en las trampas del sexo, cae en la rutina del trabajo diario: le falta el motor que mueve la vida.
El amor está en el centro del evangelio, no como una ley a cumplir disciplinadamente, sino como un «fuego» que Jesús desea ver «ardiendo» sobre la tierra más allá de la pasividad, la mediocridad o la rutina del buen orden. Según el profeta de Galilea, Dios está cerca buscando hacer germinar, crecer y fructificar el amor y la justicia del Padre. Esta presencia del Dios amante que no habla de venganza sino de amor apasionado y de justicia fraterna es lo más esencial del Evangelio.
Jesús sentía esta presencia secreta en la vida cotidiana: el mundo está lleno de la gracia y del amor del Padre. Esa fuerza creadora es como un poco de levadura que ha de ir fermentando  la masa, un fuego encendido que ha de hacer arder al mundo entero. Jesús soñaba con una familia humana habitada por el amor y la sed de justicia. Una sociedad buscando apasionadamente una vida más digna y feliz para todos.
El gran pecado de los discípulos de Jesús será siempre dejar que el fuego se apague. Sustituir el ardor del amor por doctrina religiosa, el orden o el cuidado del culto; reducir el cristianismo a una abstracción revestida de ideología; dejar que se pierda su poder transformador. Sin embargo, Jesús no se preocupó primordialmente de organizar una nueva religión ni de inventar una nueva liturgia, sino que alentó un «nuevo ser» (Tillich), el  alumbramiento de un nuevo hombre movido radicalmente por el fuego del amor y de la justicia.
Quien no se ha dejado quemar o calentar por ese fuego no conoce todavía lo que Jesús quiso traer a la tierra. Practica la religión pero no ha descubierto lo más apasionante del mensaje evangélico.
Ed. Buenas Noticias


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