Quizá sea esta una
buena disposición para entrar en oración. O quizá, mejor, la pregunta la
podríamos entonar así: ¿Cómo me puedo dejar hacer por Ti? Y, ahondando un poco
más, podríamos pedir: ¡Señor, indícame el camino que tienes preparado para mí,
que sea yo capaz de descubrir, a la Luz de tu Evangelio, cuál es el sentido de
mi vida!
La vida la vamos
llenando de experiencias que no nos satisfacen, aunque sean buenas…pero siempre
dejan un poso amargo de no llenar completamente nuestra alma. San Agustín lo expresaba
así: “…Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en Ti…” (Del Libro de las Confesiones)
La pregunta inicial ya
entraña un error semántico: “hacer”, sinónimo de “crear”, en el lenguaje
bíblico. Efectivamente, el libro del Génesis nos relata la Creación de mundo en
siete días: “…Hizo Dios el cielo, y la tierra, y todos los animales…”,
significando la creación de todos los elementos vivos e inertes del Universo.
Pero esta potestad de crear es sólo patrimonio de Dios. El hombre transforma lo
creado, descubre lo que Dios dejó en la Naturaleza para que complete la obra de
su Creación. Pero sólo Dios crea= hace.
Por ello, ¿cómo
preguntar qué hacer? Él es el único que puede hacer (crear) en nosotros. Y nos
dirá David: “… ¡Oh Dios, crea en mi un corazón puro…”(Sal 50), un corazón puro
que en el sentido de la Escritura quiere decir un corazón que no sea idólatra,
que no vaya detrás de esos ídolos de barro, que no pueden salvar. Sólo él puede
volver a crear un corazón nuevo, como le pide David.
Esos ídolos que
“…tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, tienen manos y no tocan, tiene nariz y
no huelen…” (Sal 115, 5-7).
(Tomás Cremades)
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