martes, 24 de diciembre de 2019

Trompetas y Ángeles que hacen Navidad





Dos anuncios del Arcángel Gabriel dan comienzo a nuestra historia de Salvación. Son dos trompetas que suenan aún para nosotros en los Evangelios de Mateo y Lucas, anunciando a José y María la Buena Noticia de un Niño, —la Buena Noticia en persona—, engendrado por Dios en un vientre virgen. La esperanza salvífica de Israel había empezado a ser realidad. Su función en el teatro del  mundo y de la carne, había comenzado. Oigamos cómo suenan.

MATEO  1,24

MT 1,18 La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. 19 José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado.”
1:20 Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. 1:21 Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»
1:24 Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.

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Desde el punto de vista de José la Navidad comienza con una noticia desconcertante. Al  principio una mala noticia para él, que pronto iba a ser la Buena Noticia eterna para la humanidad: María su joven desposada que aún no convive con él, ni había tenido relaciones carnales, está embarazada y dice que era fruto del Espíritu Santo. José toma su propia decisión inspirado en la justicia de Israel, matizada por su presentimiento de hombre bueno: divorciarse en secreto, y que fuese María la que explicase a la gente lo que estaba pasando. Seguramente se iría, -pensó José-, a vivir lejos de Nazaret, con su pariente Isabel hasta que todo se calmase. Le daría algunos bienes para que tuviese con qué llegar allí, y él se quedaría llorando su tragedia en soledad. Estaba decidido. Pensaba que Dios estaría contento con él en aquello, o eso parecía.

Rezó a su Dios, e intentó dormir algo para llevar a cabo su plan al día siguiente con tranquilidad. Pero no habían acabado las sorpresas para él, porque Dios tiene sus planes por encima de los nuestros. Apenas se quedó dormido, entró en su sueño un Ángel, que no era cualquier ángel, era el Ángel del Señor, el Arcángel Gabriel.

Es el primer ángel que aparece en el Evangelio, el primer noticiero en la Buena Noticia, y conoce perfectamente todas las cosas (las rémata, los hechos de la salvación) del pasado, del presente y del futuro. Gabriel no tiene conversación alguna con José, porque José no pregunta ni dice nada, ni siquiera un Sí como María, o “aquí estoy” como Samuel, o “ya voy”. Nada. Se levanta y empieza allí mismo a obedecer en silencio.

El ángel recorre en su breve anuncio el pasado, el presente y el futuro, sacando de ellos lo que le interesaba para ilustrar a José en su misión y a la humanidad del regalo ya eterno de Dios en nosotros.

En el pasado justifica su orden a José recordándole que es el “Hijo de David”. Así pone en escena toda la realeza que era espina dorsal de la historia judía y de la promesa.

Del presente le interesan, primero, la nueva realidad del vientre de María portando la novedad  más nueva que había sucedido  en el cosmos en los miles de millones de años que venía desarrollándose para esto. Y enseguida le interesa al Ángel, el estado de conciencia de José, atormentado y desbordado por aquel ectópico y extraño embarazo de su esposa casi adolescente. La primera palabra del ángel no fue “no temas de mí”, como había saludado a todos los que se apareció en aquella misión, sino «No temas José de tomar a María tu esposa contigo, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo». Y es que eso era precisamente lo que asombraba y atemorizaba a José, que los hechos presentes y reales de una tan gran Noticia y misión recayeran en él. No le asustó el Arcángel, ni su voz de música, ni su apariencia como luz de cielo, sino el Misterio del Emmanuel, Dios entre nosotros. Y pretendió quitarse de en medio como Jonás, despachando a María por su camino, pero no pudo. La palabra del Ángel lo confirmó en la misión  dándole a entender: “Para lo que viene, se necesita gente valiente como tú; gente que confíe totalmente en la obra de Dios aunque parezca una locura extraña y misteriosa. Pero tú eres hijo de David, que mató leones y a Goliat. Aquí tus leones y gigantes son tu propio orgullo de ser un israelita justo y cumplidor de la Ley de Moisés”. Porque ese era el problema de José, ¿Cómo pasar por encima de la justicia y la Ley de su pueblo santo y escogido, para recibir la gracia y el amor, nuevos en sus formas de entregarse? Pero alguna gracia más le daría el ángel —que no cuenta Mateo—, y así fue como José superó a David en valentía, porque superó todo lo de su pueblo  en cultura, tradición y ley, y superó su propio orgullo, su propio pensamiento lógico, su  propio amor a la Ley. Y aceptó sin decir una palabra, el Misterio de Jesús en María. Más bien en eso se pareció a Abraham, aceptando la Palabra de Dios contra toda lógica de aquellos tiempos. Quizás también por eso Mateo inicia la saga de José en Abraham, y no en Adán como hace Lucas.

El Ángel de Dios también quedó maravillado por el acierto de Dios al encargarle a un hombre tan humilde, la misión más grande que había tenido nadie, ni hombre ni ángel: ser imagen perfecta del Padre del cielo, para el Hijo Único perfecto de Dios en la tierra. Pero José no estaría solo en el desempeño del mandato, tenía la ayuda del mismo Espíritu Santo y de María, el Templo de la Gracia. Y legiones de miles de ángeles esperando ansiosos —si es que los ángeles tienen ansiedad— que el Niño, la Reina Madre o José, dijesen o deseasen la más mínima cosa para acudir con ella. Pero teniendo aquella Luz tan fuerte junto a ellos, no se les ocurrió pedir ni una vela a los ángeles que en su afán de servir tuvieron que irse a la montaña a cantar su alegría a unos pobres pastores.

Los ángeles corren por los tiempos como nosotros recorremos los espacios. Si hoy queremos saber el género de un feto, vamos al ginecólogo y nos lo dice. Pero los ángeles lo saben incluso antes de ser engendrado el niño. Y es que los ángeles pueden viajar por el tiempo, hacia el pasado y hacia el futuro, en su visión y su palabra, como espíritus que son. Por eso  Gabriel le abre una ventana del tiempo a José y le dice que María: “Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús”. Es decir, lo lleva hacia el futuro, y le dice que aquel fruto del Espíritu Santo y del vientre de María, iba a ser un varón, —y en ese tiempo no había ecografías, ni los Ángeles la necesitan—. Pero ¿y si hubiese sido una niña? ¿Hubiese cambiado totalmente la historia?. Pero el Espíritu Santo debe tener una técnica selectiva infalible de engendrar, y quería en María a su Hijo Jesús de Nazaret. Como había querido en Isabel a Juan, o en Rebeca a Isaac.

El Ángel y José, no solo fueron al pasado y vivieron el presente, sino  que hicieron un pequeño viaje al futuro, a nueve meses después de su encuentro, donde estaba confirmada ya la verdad. No había vuelta de hoja, iba a ser Jesús de Nazaret, el Salvador del pueblo de todos sus pecados. Se supone que el Ángel del Señor, Gabriel, vería también la Cruz como instrumento de esa Salvación, aunque no dijo nada. José lo creyó y viajó con el Ángel hacia su futuro.

En cuanto despertó, recibió a María, y comenzó el viaje desde su presente ya en paz con todo lo que tenía, hasta llegar a aquella noche de Belén en que todo lo que había oído y creído del Ángel, empezó a ser clara realidad.

La maravilla sigue siendo que nosotros podemos viajar con otro vehículo temporal, otro “ángel hermoso”, el Evangelio santo, a ese tiempo y esos momentos en los que se estaba haciendo realidad nuestra filiación divina, y gozar así de la misma gracia y gloria que gozaron María y José, cada uno en su medida regalada. La Palabra de Dios, como un ángel o noticia que es, se convierte, con la energía de la fe, en el mejor vehículo para recorrer la historia de nuestra Salvación.

Y sigue funcionando en el presente. Basta asomarse a nuestras calles llenas de luces, de alegría, de esperanza, de presencias y amores, para saber que caminamos hacia la Navidad. La mayoría de hombres no sabrán siquiera por qué es Navidad y están alegres. Si queremos saber más en profundidad qué significan esas luces, tendremos que leer de nuevo y despacito el Evangelio. Palabra por palabra, letra por letra, y hasta las comas, —que son como los mantecados—. Así redescubriremos cada año que todo se sigue cumpliendo.

En cuanto José despertó del sueño, fue a buscar a María y la llevó a su casa. Ya eran matrimonio consumado en el amor de Dios y ante Israel. ¡Hasta un hijo tenían en ese amor del cielo! Y estoy seguro de que siendo vírgenes empezaron a  tener relaciones personales, íntimas, hasta donde nunca había soñado el amor de un hombre y una mujer poder llegar. Su unión tenía lugar en la Palabra y sus cosas. Se contarían cada día las palabras del Ángel a cada uno de ellos. Se contarían sus impresiones, sus miedos y alegrías, que ya tenían claro y lo que todavía les quedaba oscuro, por venir, en las manos veladas de Dios. Pero en la pequeña palabra suya que explicaba su relación personal con el verbo de Dios, encontraron que amarse mutuamente en aquel amor que miraba hacia el Niño, era más grande, luminoso, saciativo y completo que cualquier otro amor soñado entre mujer y hombre; más grande que amor de amigos íntimos; más identificativo que el amor a la patria y al pueblo. María y José empezaron a descubrir el amor de Ágape que Dios nos tiene y que es su misma esencia de amor reflejada en el hombre. Sus vidas y valores anteriores quedaron olvidados ante el amor presente, ya siempre así, presente. En ese amor que brotaba del niño prodigioso, están todos los hombres pasados, presentes y futuros, porque es la  unión de toda vida en un solo suspiro. Eso es el Niño de María que José recibió en su casa en nombre de la Iglesia de todos los tiempos, el amor del Padre que desde el principio se dirige a Él (Jn, 1) y que hizo público su Nombre, solo su Nombre,  desde que pronunció en su primer balbuceo, nos dijo todo lo que vino a enseñarnos: ¡ABBÍ!, Padrecito mío, el Poderoso.

Para gozarlo, solo hay que hacer la prueba y llamarlo desde la conciencia de niño, si queda algo en nosotros. Muy pronto sentiremos su mano y su abrazo.

Manuel Requena

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