Dos anuncios del
Arcángel Gabriel dan comienzo a nuestra historia de Salvación. Son dos
trompetas que suenan aún para nosotros en los Evangelios de Mateo y Lucas,
anunciando a José y María la Buena Noticia de un Niño, —la Buena Noticia en
persona—, engendrado por Dios en un vientre virgen. La esperanza salvífica de
Israel había empezado a ser realidad. Su función en el teatro del mundo y de la carne, había comenzado. Oigamos
cómo suenan.
MATEO
1,24
MT 1,18 La
generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada
con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra
del Espíritu Santo. 19 José, su esposo, como era justo y no quería difamarla,
decidió repudiarla en privado.”
1:20 Así lo tenía
planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José,
hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en
ella es del Espíritu Santo. 1:21 Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre
Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»
1:24 Despertado
José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a
su mujer.
+++++++++
Desde el punto de
vista de José la Navidad comienza con una noticia desconcertante. Al principio una mala noticia para él, que
pronto iba a ser la Buena Noticia eterna para la humanidad: María su joven
desposada que aún no convive con él, ni había tenido relaciones carnales, está
embarazada y dice que era fruto del Espíritu Santo. José toma su propia
decisión inspirado en la justicia de Israel, matizada por su presentimiento de
hombre bueno: divorciarse en secreto, y que fuese María la que explicase a la
gente lo que estaba pasando. Seguramente se iría, -pensó José-, a vivir lejos
de Nazaret, con su pariente Isabel hasta que todo se calmase. Le daría algunos
bienes para que tuviese con qué llegar allí, y él se quedaría llorando su
tragedia en soledad. Estaba decidido. Pensaba que Dios estaría contento con él
en aquello, o eso parecía.
Rezó a su Dios, e
intentó dormir algo para llevar a cabo su plan al día siguiente con
tranquilidad. Pero no habían acabado las sorpresas para él, porque Dios tiene
sus planes por encima de los nuestros. Apenas se quedó dormido, entró en su
sueño un Ángel, que no era cualquier ángel, era el Ángel del Señor, el Arcángel
Gabriel.
Es el primer ángel
que aparece en el Evangelio, el primer noticiero en la Buena Noticia, y conoce
perfectamente todas las cosas (las rémata,
los hechos de la salvación) del pasado, del presente y del futuro. Gabriel no
tiene conversación alguna con José, porque José no pregunta ni dice nada, ni
siquiera un Sí como María, o “aquí estoy” como Samuel, o “ya voy”. Nada. Se
levanta y empieza allí mismo a obedecer en silencio.
El ángel recorre en
su breve anuncio el pasado, el presente y el futuro, sacando de ellos lo que le
interesaba para ilustrar a José en su misión y a la humanidad del regalo ya
eterno de Dios en nosotros.
En el pasado
justifica su orden a José recordándole que es el “Hijo de David”. Así pone en
escena toda la realeza que era espina dorsal de la historia judía y de la
promesa.
Del presente le
interesan, primero, la nueva realidad del vientre de María portando la
novedad más nueva que había
sucedido en el cosmos en los miles de
millones de años que venía desarrollándose para esto. Y enseguida le interesa
al Ángel, el estado de conciencia de José, atormentado y desbordado por aquel
ectópico y extraño embarazo de su esposa casi adolescente. La primera palabra
del ángel no fue “no temas de mí”, como
había saludado a todos los que se apareció en aquella misión, sino «No temas José de tomar a María tu esposa
contigo, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo». Y es que eso
era precisamente lo que asombraba y atemorizaba a José, que los hechos presentes
y reales de una tan gran Noticia y misión recayeran en él. No le asustó el
Arcángel, ni su voz de música, ni su apariencia como luz de cielo, sino el
Misterio del Emmanuel, Dios entre nosotros. Y pretendió quitarse de en medio
como Jonás, despachando a María por su camino, pero no pudo. La palabra del
Ángel lo confirmó en la misión dándole a
entender: “Para lo que viene, se necesita gente valiente como tú; gente que
confíe totalmente en la obra de Dios aunque parezca una locura extraña y
misteriosa. Pero tú eres hijo de David, que mató leones y a Goliat. Aquí tus
leones y gigantes son tu propio orgullo de ser un israelita justo y cumplidor
de la Ley de Moisés”. Porque ese era el problema de José, ¿Cómo pasar por
encima de la justicia y la Ley de su pueblo santo y escogido, para recibir la
gracia y el amor, nuevos en sus formas de entregarse? Pero alguna gracia más le
daría el ángel —que no cuenta Mateo—, y así fue como José superó a David en
valentía, porque superó todo lo de su pueblo
en cultura, tradición y ley, y superó su propio orgullo, su propio
pensamiento lógico, su propio amor a la
Ley. Y aceptó sin decir una palabra, el Misterio de Jesús en María. Más bien en
eso se pareció a Abraham, aceptando la Palabra de Dios contra toda lógica de
aquellos tiempos. Quizás también por eso Mateo inicia la saga de José en
Abraham, y no en Adán como hace Lucas.
El Ángel de Dios
también quedó maravillado por el acierto de Dios al encargarle a un hombre tan
humilde, la misión más grande que había tenido nadie, ni hombre ni ángel: ser
imagen perfecta del Padre del cielo, para el Hijo Único perfecto de Dios en la
tierra. Pero José no estaría solo en el desempeño del mandato, tenía la ayuda
del mismo Espíritu Santo y de María, el Templo de la Gracia. Y legiones de miles
de ángeles esperando ansiosos —si es que los ángeles tienen ansiedad— que el
Niño, la Reina Madre o José, dijesen o deseasen la más mínima cosa para acudir
con ella. Pero teniendo aquella Luz tan fuerte junto a ellos, no se les ocurrió
pedir ni una vela a los ángeles que en su afán de servir tuvieron que irse a la
montaña a cantar su alegría a unos pobres pastores.
Los ángeles corren
por los tiempos como nosotros recorremos los espacios. Si hoy queremos saber el
género de un feto, vamos al ginecólogo y nos lo dice. Pero los ángeles lo saben
incluso antes de ser engendrado el niño. Y es que los ángeles pueden viajar por
el tiempo, hacia el pasado y hacia el futuro, en su visión y su palabra, como
espíritus que son. Por eso Gabriel le
abre una ventana del tiempo a José y le dice que María: “Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús”. Es decir, lo
lleva hacia el futuro, y le dice que aquel fruto del Espíritu Santo y del
vientre de María, iba a ser un varón, —y en ese tiempo no había ecografías, ni
los Ángeles la necesitan—. Pero ¿y si hubiese sido una niña? ¿Hubiese cambiado
totalmente la historia?. Pero el Espíritu Santo debe tener una técnica
selectiva infalible de engendrar, y quería en María a su Hijo Jesús de Nazaret.
Como había querido en Isabel a Juan, o en Rebeca a Isaac.
El Ángel y José, no
solo fueron al pasado y vivieron el presente, sino que hicieron un pequeño viaje al futuro, a
nueve meses después de su encuentro, donde estaba confirmada ya la verdad. No
había vuelta de hoja, iba a ser Jesús de Nazaret, el Salvador del pueblo de
todos sus pecados. Se supone que el Ángel del Señor, Gabriel, vería también la
Cruz como instrumento de esa Salvación, aunque no dijo nada. José lo creyó y
viajó con el Ángel hacia su futuro.
En cuanto despertó,
recibió a María, y comenzó el viaje desde su presente ya en paz con todo lo que
tenía, hasta llegar a aquella noche de Belén en que todo lo que había oído y
creído del Ángel, empezó a ser clara realidad.
La maravilla sigue
siendo que nosotros podemos viajar con otro vehículo temporal, otro “ángel
hermoso”, el Evangelio santo, a ese tiempo y esos momentos en los que se estaba
haciendo realidad nuestra filiación divina, y gozar así de la misma gracia y
gloria que gozaron María y José, cada uno en su medida regalada. La Palabra de
Dios, como un ángel o noticia que es, se convierte, con la energía de la fe, en
el mejor vehículo para recorrer la historia de nuestra Salvación.
Y sigue funcionando
en el presente. Basta asomarse a nuestras calles llenas de luces, de alegría,
de esperanza, de presencias y amores, para saber que caminamos hacia la
Navidad. La mayoría de hombres no sabrán siquiera por qué es Navidad y están
alegres. Si queremos saber más en profundidad qué significan esas luces, tendremos
que leer de nuevo y despacito el Evangelio. Palabra por palabra, letra por
letra, y hasta las comas, —que son como los mantecados—. Así redescubriremos
cada año que todo se sigue cumpliendo.
En cuanto José
despertó del sueño, fue a buscar a María y la llevó a su casa. Ya eran
matrimonio consumado en el amor de Dios y ante Israel. ¡Hasta un hijo tenían en
ese amor del cielo! Y estoy seguro de que siendo vírgenes empezaron a tener relaciones personales, íntimas, hasta
donde nunca había soñado el amor de un hombre y una mujer poder llegar. Su
unión tenía lugar en la Palabra y sus cosas. Se contarían cada día las palabras
del Ángel a cada uno de ellos. Se contarían sus impresiones, sus miedos y
alegrías, que ya tenían claro y lo que todavía les quedaba oscuro, por venir,
en las manos veladas de Dios. Pero en la pequeña palabra suya que explicaba su
relación personal con el verbo de Dios, encontraron que amarse mutuamente en
aquel amor que miraba hacia el Niño, era más grande, luminoso, saciativo y completo
que cualquier otro amor soñado entre mujer y hombre; más grande que amor de
amigos íntimos; más identificativo que el amor a la patria y al pueblo. María y
José empezaron a descubrir el amor de Ágape que Dios nos tiene y que es su
misma esencia de amor reflejada en el hombre. Sus vidas y valores anteriores
quedaron olvidados ante el amor presente, ya siempre así, presente. En ese amor
que brotaba del niño prodigioso, están todos los hombres pasados, presentes y
futuros, porque es la unión de toda vida
en un solo suspiro. Eso es el Niño de María que José recibió en su casa en
nombre de la Iglesia de todos los tiempos, el amor del Padre que desde el
principio se dirige a Él (Jn, 1) y que hizo público su Nombre, solo su Nombre, desde que pronunció en su primer balbuceo,
nos dijo todo lo que vino a enseñarnos: ¡ABBÍ!, Padrecito mío, el Poderoso.
Para gozarlo, solo
hay que hacer la prueba y llamarlo desde la conciencia de niño, si queda algo
en nosotros. Muy pronto sentiremos su mano y su abrazo.
Manuel Requena
No hay comentarios:
Publicar un comentario