viernes, 25 de diciembre de 2020

Los ancianos, tesoro de la Iglesia y de la sociedad.

 



El papa Francisco, en su última encíclica, nos recuerda que «la falta de hijos, que provoca un envejecimiento de las poblaciones, junto con el abandono de los ancianos a una dolorosa soledad, es un modo sutil de expresar que todo termina con nosotros, que solo cuentan nuestros intereses individuales. Así, «objeto de descarte no es solo el alimento o los bienes superfluos, sino con frecuencia los mismos seres humanos». Vimos lo que sucedió con las personas mayores en algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así»

Esta realidad no nos puede dejar indiferentes y debemos recordar las palabras del papa Benedicto XVI en el Encuentro mundial de las familias de Valencia, cuando se refirió a los abuelos como «un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas generaciones»

Con el presente Mensaje queremos subrayar que los ancianos son un verdadero tesoro para la Iglesia y para la sociedad.

Tesoro de la Iglesia

En la tradición de la Iglesia hay todo un bagaje de sabiduría que siempre ha sido la base de una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en la parte final de la vida.

Esta cultura se ha manifestado en las constantes intervenciones magisteriales y en múltiples iniciativas de caridad que a lo largo de la historia de la Iglesia han tenido a los ancianos como destinatarios y como protagonistas; entre estas iniciativas cabe señalar las realizadas por congregaciones religiosas al servicio de los ancianos, asilos, voluntariado… A principios del presente año tuvo lugar en el Vaticano el Congreso «La riqueza de los años», en el que se centró la atención en la pastoral de los ancianos.

En «álzate ante las canas y honra al anciano» (Lev 19, 32) es el mismo Señor de la Vida el que, a través de su Palabra, nos invita a venerar a los ancianos. Su conocimiento y su experiencia los convierten en personas dignas de ser consultadas: «¡Qué bien sienta a las canas el juicio, y a los ancianos saber aconsejar! ¡Qué bien sienta a los ancianos la sabiduría, y a los ilustres la reflexión y el consejo! La mucha experiencia es la corona de los ancianos, y su orgullo es el temor del Señor» (Eclo 25, 4-6).

Ellos no son meros destinatarios de la acción pastoral de la Iglesia, sino sujetos activos en la evangelización. Ampliemos nuestros horizontes para volver a descubrir la gran labor que desarrollan los mayores en nuestras comunidades. Recordaba el documento sobre La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo que entre los ámbitos que más se prestan al testimonio de los ancianos en la Iglesia no se deben olvidar el amplio campo de la caridad, el apostolado, la liturgia, la vida de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, la familia, la contemplación y la oración, la prueba, la enfermedad, el sufrimiento, el compromiso en favor de la «cultura de la vida».

Esta verdad que contemplábamos referida a la Iglesia en general se hace especialmente palpable en la familia, que es la Iglesia doméstica, espacio sagrado que agrupa un conjunto de generaciones.

Las familias cristianas deben estar vigilantes para no dejarse influir por la mentalidad utilitarista actual, que considera que los que no producen, según criterios mercantiles, deben ser descartados. Sin embargo, como afirma el santo padre, aislar a los ancianos y abandonarlos a cargo de otros sin un adecuado y cercano acompañamiento de la familia mutila y empobrece a la misma familia. Además, termina privando a los jóvenes de ese necesario contacto con sus raíces y con una sabiduría que la juventud por sí sola no puede alcanzar.

¡Qué necesario es en nuestros días recuperar la figura de los abuelos! Esto se concreta en que los abuelos son mucho más que los “niñeros” que se encargan de cuidar a los nietos cuando los padres no pueden atenderlos. Tampoco debemos verlos ni aceptar que sean meramente un sostén económico cuando vienen tiempos de crisis.

¿Qué pueden aportar los abuelos en la familia? Muchos de nuestros abuelos, desde la atalaya de su experiencia, habiendo superado muchos contratiempos, han descubierto vitalmente que no merece la pena atesorar tesoros en la tierra, «donde la polilla y la carcoma los roen», y se han esforzado por hacerse un «tesoro en el cielo» (cf. Mt 6, 19-21). Por eso, ellos, que son la memoria viva de la familia, tienen la trascendental misión de transmitir el patrimonio de la fe a los jóvenes. Agradecemos la labor silenciosa que llevan a cabo al enseñar a los más pequeños de la casa las oraciones y las verdades elementales del credo. La Palabra de Dios nos dice: Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidada (Eclo 3, 12-14a).

En consecuencia, los padres deberán educar a sus hijos en el respeto y la consideración de los abuelos siempre, ya que el amor del abuelo a los nietos, con su gratuidad, su cercanía, su espontaneidad, sus caricias y abrazos, es necesario para ellos. Animamos a aterrizar estas ideas en la vida cotidiana de la familia. Promovamos la dedicación de largos períodos de tiempo con los abuelos en la familia y especialmente con los nietos. Sigamos el consejo del papa Francisco a los jóvenes: Por eso es bueno dejar que los ancianos hagan largas narraciones, que a veces parecen mitológicas, fantasiosas –son sueños de viejos–, pero muchas veces están llenas de rica experiencia, de símbolos elocuentes, de mensajes ocultos. Esas narraciones requieren tiempo, que nos dispongamos gratuitamente a escuchar y a interpretar con paciencia, porque no entran en un mensaje de las redes sociales. Tenemos que aceptar que toda la sabiduría que necesitamos para la vida no puede encerrarse en los límites que imponen los actuales recursos de comunicación. Se trata de una comunicación de otra dimensión en el fondo y en la forma. a dar una respuesta. Con admiración contemplamos la entrega heroica de tantos profesionales y voluntarios que desde el ámbito civil y desde su compromiso de fe se han desgastado por atender a los más golpeados por esta crisis sanitaria. Entre estas víctimas ocupan un lugar privilegiado nuestros mayores. Aprendamos esta lección de la historia, ya que «en una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta civilización lleva consigo el virus de la muerte» . De manera especial, esmeremos nuestros cuidados por los ancianos que están enfermos, sin olvidar que el enfermo que se siente rodeado de una presencia amorosa, humana y cristiana, supera toda forma de depresión y no cae en la angustia de quien, en cambio, se siente solo y abandonado a su destino de sufrimiento y de muerte.

Muchos de nuestros mayores, en la plenitud de su vida, elevan su mirada a la trascendencia, sabiendo discernir lo importante y prescindir de lo pasajero. Esta mirada suya es imprescindible en medio de esta sociedad que muchas veces se aferra a lo temporal y olvida nuestra condición de peregrinos en esta tierra que encaminan sus pasos a la eternidad. No dejemos de educar para la muerte, que está en la esencia del ser; para la vejez, que forma parte de la existencia; para el sufrimiento y la dependencia, frente a la idolatrada autonomía, que nos ayudan a sentir la filiación y la humildad, y nos sitúan frente a Dios. Tengamos presente que «la fe sin obras está muerta» (Sant 3, 26). Busquemos modos concretos para vivir este cariño y veneración por nuestros mayores. Sirva de ejemplo la campaña lanzada por el Dicasterio de Laicos, Familia y Vida «Cada anciano es tu abuelo», que invita a utilizar la fantasía del amor y llamar por teléfono o por video y escuchar a las personas mayores. Terminamos haciendo nuestras las palabras que el papa Francisco dirigía a los mayores: La ancianidad es una vocación. No es aún el momento de «abandonar los remos en la barca». Este período de la vida es distinto de los anteriores, no cabe duda; debemos también un poco «inventárnoslo», porque nuestras sociedades no están preparadas, ni espiritual ni moralmente, para dar a este momento de la vida su valor pleno.

Que la Sagrada Familia de Nazaret, hogar de caridad, interceda por nuestras familias para que seamos custodios del tesoro que hemos recibido en nuestros mayores.

Mons. D. José Mazuelos Pérez, obispo de Asidonia-Jerez. Presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida 

Mons. D. Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares 

Mons. D. Ángel Pérez-Pueyo, obispo de Barbastro-Monzón Mons. 

D. Santos Montoya Torres, obispo auxiliar de Madrid Mons. 

D. Francisco Gil Hellín, arzobispo emérito de Burgos

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