En el funeral que tuvimos en la catedral de Oviedo el pasado sábado 7 de enero por el papa Benedicto XVI, apunté en mi homilía la relación que él tuvo con la música desde siempre. Un valor que formaba parte de su pasión por la belleza, que, junto a la bondad y la verdad, constituye el horizonte de su acercamiento a Dios y de su abrazo al hombre concreto. Quiero traer a estas líneas lo que pude escribir tras el concierto que la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias le ofreció a Benedicto XVI en 2011. La música estuvo escogida por el Papa, y nos ofreció al final de la magnífica interpretación musical unas palabras que son todo un homenaje al buen gusto, a la fina cultura y a cómo las cosas nobles tienen que ver con la vida real que en cada instante nos abraza: no hace falta ser erudito, rico o refinado, basta tener un corazón sencillo y los ojos admirados.
Un trocito de España, un fragmento de Asturias, es lo
que pudimos escuchar deleitados en esa hora sinfónica. Pero en ese trocito de
nuestra tierra, como definió el Papa el concierto, se hizo todo un viaje
interior a lo que nos constituye como pueblo, a nuestro genio más genuino que
se expresa también en la fogosidad o mesura de notas arrebatadas o de discretos
silencios dentro del pentagrama de la vida. Y fue hilvanando en una delicada
filigrana lo que constituyó ese cuadro musical que dejaba escuchar el modo de
ser hispano, la manera nuestra asturiana con la belleza de nuestra tierra y la
nobleza de nuestra gente. La vida sabe de momentos gratos, juguetones donde los
haya, que disfraza el atuendo no ya con una montera picona propia de nuestros
lares astures, sino con un sombrero de tres picos, para aderezar nuestros
contentos en la alegría festiva de lo que es gozoso, como nos propuso la
composición de Manuel de Falla. Pero también esa misma vida, y de la mano del
mismo autor, de pronto se hace severa, tosca, poco llevadera, ante la impostura
del dolor y los mil desafíos, que nos impone danzar en torno a los fuegos que
nos abrasan. Tal contrapunto, no es algo excepcional que sucede sólo algunas
veces, sino que comporta el paisaje habitual de nuestra existencia. Y es lo que
desde el talento de Isaac Albéniz pudimos escuchar con escenas populares de
Triana y Lavapiés, contándonos cómo es la vida cotidiana en todo aquello que la
determina: sus alegrías y sus pesares pasan a diario por la puerta de nuestra
casa, por nuestras plazas y calles, como si cada uno estuviéramos en la
sevillana Triana o el madrileño Lavapiés.
Pero tal cotidianeidad no es un divertimento neutro,
indiferente, sino que describe la tensión que está escrita en toda historia de
amor: la pasión más apasionada y el vacío más frustrante, como la obra del Don
Juan de Richard Strauss nos vino a relatar. Y así, nos encaramos finalmente en
un desenlace caprichoso, tan caprichoso como español, con las melodías del
autor ruso Nikolai Rimsky-Korsakov que incluyeron las canciones dedicadas a
María y a San Pedro, y que concluían con el fandango asturiano.
Una preciosa manera de aprender a escuchar la música,
en esta lección que nos dio Benedicto XVI, sobre todo cuando logramos entrever
más allá de las notas musicales cómo hay un pentagrama que tiene la forma de
nuestra libertad, de nuestros amores, de nuestros desafíos y dolores, la forma
de nuestra esperanza también. Esa es la obra maestra para la que hemos nacido,
esa que debemos ejecutar con fidelidad creativa y que con la música que Dios
nos compuso hemos de saber cantar y contar la letra de nuestra vida. Una
lección de belleza y cultura que tiene que ver con nuestra andanza cotidiana
como la vida misma. Así la música se hace cómplice de Dios y del corazón humano
abriéndonos a la belleza que nos hace bondadosos en la historia y verdaderos en
nuestro tramo.
+ Jesús Sanz Montes
Arzobispo de Oviedo
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