Hemos hecho el recorrido consabido que los cristianos hacemos en cuaresma.
No porque no tengamos “otras cuaresmas” en el cuerpo, sino porque esta es tan
única e inédita, que debe sabernos a nueva y a verdadero estreno. Quedan atrás
tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus
encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas
veces brindando sus gozos como en Caná, otras llorando sus sufrimientos como en
Betania; en ocasiones curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de
oscuridad o saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los
comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes. Jesús que
bendice, que enseña, que reza, que cura, que libera… Él ha traído el calor de
su casa a nuestros fríos inhumanos, plantando en nuestro suelo el corazón de
Dios como una gran tienda en la que cobijarse de intemperies y en la que
aprender a ser y a quererse.
Ahora es el momento último y final del relato humano y divino de la Pasión
que escucharemos en el evangelio. Ese drama de Jesús no era suyo, sino nuestro,
pero tanto y tan seriamente quiso abrazarlo, que a la postre hizo suyos todos
nuestros problemas, absurdos, sin-sentidos, todos nuestros egoísmos,
hipocresías, fracasos, tristezas… todos nuestros pecados. Es muy importante
ver en este drama de la Pasión de Jesús no tanto lo que ocurrió hace veinte
siglos, sino lo que ha ocurrido siempre, entonces y ahora, con aquellos y con
todos los demás que hemos ido viniendo después al escenario de la historia. Por
eso hemos de tener la libertad de vernos nosotros también dentro de una Pasión
que en el fondo nos pertenecía sólo a nosotros y no a quien misericordiosa y
amorosamente nos la quiso arrebatar en su propia carne.
Nosotros somos parte de ese pueblo que unas veces va gritando “hosanas” al
Señor, y otras crucificándole de mil maneras, como hizo la muchedumbre judía
hace dos mil años, y como volvemos a reeditar de tantos modos cada generación
que excluye a Dios y a los que Dios ama; unas veces cortaremos hasta la oreja
del que ose tocar a nuestro Señor, y otras le ignoraremos hasta el perjuro en
la fuga más cobarde, como hizo Pedro, el discípulo fogoso que lloró junto a una
fogata común en un patio cualquiera; unas veces le traicionaremos con un beso
envenenado como hizo Judas en el huerto, o con una aséptica tolerancia
disfrazada de falso diálogo que disfraza la cobardía y que necesita lavar la
imborrable culpabilidad de sus manos cómplices como hizo Pilato; unas veces
seremos fieles tristemente, haciéndonos solidarios de su causa perdida, como
María Magdalena, otras lo seremos con la serenidad de una fe que cree y espera
una palabra más allá de la muerte, como María la Madre.
Con la Iglesia nos disponemos a re-vivir y a no-olvidar, el memorial del
amor con el que Jesús nos abrazó devolviéndonos la posibilidad de ser humanos y
felices, de ser hijos de Dios y hermanos de los prójimos que Él nos da. Esta
es la Semana Santa cristiana, tan distinta y tan distante de la semana santa
del turismo y del relax, pero en la hay algo que sabe siempre a nuevo para
quien se atreve a acoger en estos días la verdadera y eterna novedad de
Jesucristo muerto y resucitado.
Viviremos los gestos propios de nuestra semana santa cristiana, con las
citas de los oficios litúrgicos en las parroquias e iglesias, con las
procesiones que con tanto mimo cuidan nuestras cofradías y hermandades. Todas
ellas sacan a la calle y pasean en la plaza pública esa fe que profesan, dando
testimonio de fervor a cuantos puedan verlos pasar con entrega y devoción con
sus bellos pasos semanasanteros. Es la misma devoción con la que luego se
entregan a los necesitados con tantos gestos de caridad solidaria. Os deseo de
corazón una buena semana santa cristiana.
+
Jesús Sanz Montes
Arzobispo
Oviedo
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