No fue una bronca infinita y
acertó a declinar. Motivos para quedarnos mohínos los había. Pero al final,
contra todo pronóstico, resultó amable, gozoso y sin rendijas por las que se
fugase de nuevo la esperanza de la más verdadera dicha. Ha llegado el día
esperado tras tanta noche alargada, y nos amaneció lo que fue anunciado. Hoy sí
que tañen las campanas festivas que no paran en el domingo de Pascua. Porque
hay un motivo de alegría que ellas quieren contarnos. La oscuridad de todas
nuestras historias negras, han perdido sus penumbras con la salida del sol de
esta bendita mañana. La pena que nos arruga por los retos humillantes que nos
aplastan, ya no tiene pesadumbre que abogar. Cuanto de conflicto interior o de
cuita exterior nos enfrenta y divide, las circunstancias que nos rompen y
extrañan, dejaron de ser motivo que nos hiciera rehenes del mal. ¿Qué ha
ocurrido en estas horas, quién ha venido de improviso, qué se ha vuelto a
empezar como antaño o a estrenar como su vez primera?
Lo dirá la oración principal de
la misa de Pascua: que las puertas de la eternidad han vencido en este día la
muerte. Abiertas de par en par nos invitan a pasar acompañados del Señor
resucitado, de María y todos los santos. Todos los artistas con sus pinceles o
cinceles, los músicos con sus notas, y con sus versos los poetas, nos han
ambientado este momento indescriptible. ¿Corremos nosotros al sepulcro de
Cristo como los discípulos en aquella primera mañana? ¿Qué obra de arte,
cantata o poema representa la búsqueda del Señor resucitado mi vida? Hoy la
Iglesia lo celebra sin aspaviento ni alharaca.
Quedaba lo mejor por llegar. Es
el final que se torna recomienzo, y donde todo parecía agotado, tumbado y
aplastado, de pronto empieza allí la primavera con una pujanza tan nueva que
hace olvidar todos los barbechos que no dieron nada. Así, todas las penúltimas
palabras llenas de oscuridad, de violencia y de muerte, han quedado enmudecidas
para siempre tras ese canto de alegría madrugada. Era la palabra última que se
reservó Dios mismo para pronunciarla. Hemos llegado así al centro del año
cristiano. Todo parte de aquí y todo hasta aquí nos conduce. Y como quien sale
de una pesadilla que parecía inacabable y pertinaz, como quien sale de su
callejón más oscuro y tenebroso, como quien termina su exilio más distanciador
de los que ama, como quien concluye su pena y su prisión… así Jesús ha
resucitado, como Él había dicho.
Por angostos que sean nuestros
pesares, por malditos que resulten tantos avatares inhumanos, por tropezosos
que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha vencido, ha resucitado, y
su triunfo nos abre de par en par el camino de la esperanza, de la utopía
cristiana, de la verdadera humanidad que nos conduce al hogar de Dios sin trampa.
Por eso, a
pesar de las dificultades cotidianas, decimos sin engaño que su resurrección es
el triunfo de la luz sobre todas las sombras, la esperanza viva cumplida en la
tierra de todas las muertes. No hay espacio ya pues para el temor, porque
cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos
con lágrimas humildes, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y
nuestra vida. Sí, vayamos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan
sepultadas la alegría, la fe, el amor, y veamos cómo Dios quiere resucitarnos,
quitar las losas de nuestras muertes, para susurrar en nosotros y entre
nosotros una palabra de vida, sin fin, verdadera, bondadosa y bella. Jesús ha
resucitado. Vuelve la vida. El himno de esta alegría no tiene ninguna fuga en
su tocata, y el aleluya es la estrofa que no acaba con sus versos y sus besos
que nos encandilan el alma. Es el eterno regalo que nos permite volver a nacer
como quien estrena la esperanza al alba de esta mañana. Amigos todos, os deseo
de corazón unas muy felices pascuas.
+ Fr. Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo de
Oviedo
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