Abrahán es un árabe nacido en Ur
de Caldea, en los territorios que hoy en día son Irak. Un día recibe una
llamada de Dios que le dice: “Sal de tu tierra y ve al monte que Yo te indicaré”.
Abrahán es un hombre rico, tiene ganados y riquezas;
es un trashumante, va con sus ganados a los mejores pastos. Pero tiene un grave
problema: su mujer es estéril. Si nos situamos en esos tiempos, con la
mentalidad de entonces, podremos comprender mejor este problema. En aquellos
tiempos, los hombres querían tener muchos hijos varones que pudieran
defenderlos de los ataques vecinos que pudieran robarles sus riquezas, sus
esposas, sus posesiones.
Él no tiene esa posibilidad. No
tiene un futuro garantizado para cuando sea viejo. Ha implorado a muchos
dioses, sin ningún éxito.
Pero un día, recibe una visita
inesperada: la de tres misteriosos personajes. La hospitalidad árabe, tantas
veces comentada aún hoy en la actualidad, le lleva a invitarles a su tienda,
donde reciben la bienvenida de su esposa Saray, que les colma de alimentos y
agasajos. Ellos, agradecidos, le cuentan que el próximo año, a su vuelta, ella
esperará un hijo. Es lo que se conoce con el nombre de la Teofanía de Mambré
recogida en el libro del Génesis (Gn 18). Los Santos Padres de la Iglesia han
interpretado esta Teofanía (manifestación de Dios) como un anuncio de la
Trinidad.
¿Cómo es posible esto? Se
pregunta Abrahán. Yo soy mayor, mi mujer estéril…imposible. De hecho, Saray al
escucharlo suelta una enorme carcajada. Tanto, que, el hijo de sus entrañas, se
llamará después, Isaac que significa “hará reir”
Efectivamente, Saray queda
embarazada, y da a luz un hijo, al que
ponen por nombre Isaac.
Tan grande era el amor de Abrahán
por su hijo, que llegaba a idolatrarle. Pero Yahvé, Dios celoso, no permite que
el hijo de sus entrañas ocupe el lugar reservado para Él en el corazón de Abrahán.
Se le aparece y le pide que sacrifique a este hijo, para probar su fe.
Hay que imaginar el dolor de este
padre. No le quedan más esperanzas de tener otro hijo, pues otro milagro ya no
se va a producir. Por otro lado está su Dios. Su sufrimiento es infinito, pero
la esperanza en Yahvé es aún mayor; sabe que no le puede abandonar en esta
situación. Él ha abandonado la tierra de sus padres, le ha servido conforme a
la ley… y ahora?
Decide al fin tomar a su hijo,
cargarle con la leña del sacrificio, y encaminarse al “Monte que Yo te
indicaré”. (Gn,22)
De camino Isaac le pregunta: “Padre,
llevamos la leña para el sacrificio, pero ¿dónde está el cordero a sacrificar?”
“Dios proveerá, hijo, Dios proveerá” contesta Abrahán.
A mitad de camino, Abrahán indica
a los cridados que no le sigan hasta que vuelvan del sacrificio. “Esperad
aquí”. Abrahán no sabe cómo se van a
producir los siguientes acontecimientos, pero lo que sí sabe es que su
Dios-Yahvé no le va a abandonar. Por ello les dice: ¡esperad hasta nuestra
vuelta!
Al fin llegan al monte indicado
por el Señor, y Abrahán ata a su hijo para el sacrificio. Isaac no se resiste,
acepta como “cordero manso” la voluntad de “su padre”.
Lo que sucede a continuación es
sobradamente conocido; incluso por las personas menos versadas en el
conocimiento bíblico. Abrahán no descarga el cuchillo sobre Isaac, al oír la
Voz de Yahvé : “No mates a tu hijo”
En este bellísimo relato del
Génesis, hay un paralelismo enorme con la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Le
dice Yahvé a Moisés, como hemos visto, “vete al monte que yo te indicaré”.
Jesucristo fue llevado también al Monte que el Padre indicó: el Monte Calvario,
el Gólgota.
Ya estaba profetizado en el libro
del Éxodo, cuando dice:
Lo
introduces y lo plantas
en el
monte de tu heredad
lugar que
preparaste para tu morada, Yahvé
Santuario
Adonay, que fundaron tus manos (Ex 15,17)
Efectivamente, Jesucristo fue
plantado en su Cruz en el Monte de la heredad de los hijos de Dios.
Continuamos con nuestro relato: Isaac, de
camino, va preguntando a su padre por el futuro que le espera; carga con la
leña, y como cordero manso, acepta la muerte sin rechistar.
Jesucristo entrega su vida al
Padre por nosotros, y la da voluntariamente (Jn 10,18), carga con la Cruz
–representada en la leña para el sacrificio-.
Jesucristo, como buen judío,
conocía los Salmos, y sabía que todos ellos hablaban y profetizaban su pasión y
muerte.
Solo que en este caso, Dios Yahvé, permite la
muerte de su Hijo en reparación por los pecados del mundo. “Tanto amó Dios
al mundo que entregó a su único Hijo” (Jn 3,16)
Pues meditemos sobre este episodio tan bello
de la vida de Abrahán e Isaac, que es imagen de Jesucristo, y pensemos cuál
hubiera sido nuestra actitud si la orden de Yahvé de matar a su hijo, nos la
hubieran dado ahora a nosotros.
Alabado sea Jesucristo
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