Este hermoso cántico del Deuteronomio, escrito por Moisés
a su pueblo, recoge aquí un reproche por su mal comportamiento.
Comienza con las palabras del Shemá: ¡Escuchad cielos y hablaré! ¡Oye tierra los
dichos de mi boca!
Y pide el descenso de la Palabra cual
doctrina, igualándola a una lluvia fina, a un orvallo sobre la hierba. Incluso
solicita su transformación en el rocío de la mañana. Palabra que nos recuerda
el Salmo 110 cuando dice: “…yo mismo te engendré
como rocío antes de la aurora...”, identificándola con Jesucristo.
Y que también nos recuerda el Credo
cuando dice: “…engendrado, no creado, de
la misma naturaleza que el Padre…”
Y, continuando con el texto, el siguiente versículo dice:”…Voy a proclamar el nombre del Señor…” Es
curioso: dice “proclamar”. La única palabra que se proclama en la Escritura es
el Evangelio. Recordamos en la santa Misa cuando se va a proceder a dar lectura
al Evangelio, y se dice: PROCLAMACIÓN
DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN…y Moisés, unos cuanto siglos antes, ya identifica
el Nombre del Señor con el Evangelio, que no conoció.
Todo esto para decir que el Señor
Jesús, identificado con su Palabra, que es el Evangelio, fue profetizado ya
desde los primeros tiempos por profetas como Moisés, o Isaías, o Jeremías, en
diversos textos de la Escritura. Y es la belleza de su Palabra, que cual
jeroglífico, está velada, la que, una vez roto el velo del Templo, con la
muerte de Jesús, se nos presenta en extensa plenitud, anegándonos el alma.
El cántico continúa recordando que
Dios, en la creación distribuye a los hijos de Adán trazando las fronteras de
las naciones. Y Él se reserva un pueblo: el pueblo de Israel. Este pueblo que
luego le traiciona, que cae en la idolatría, que adora al becerro de oro; este
pueblo que propiciará la venida de Jesucristo en las entrañan purísimas de
María, su madre y nuestra Madre. Este pueblo somos nosotros también como
herederos suyos, con sus virtudes, sus caídas, sus traiciones y sus vicios. Y,
a pesar de ello, Dios se enamora de este pueblo. Lo que no perdonó a los
ángeles, lo perdona en nosotros.
Por eso dice el Salmo 8: “…lo hiciste poco inferior a los
ángeles, le coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras
de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies…”.
Texto que
refiere a Jesucristo en cuanto hombre, y que también nos refiere a nosotros,
como hombres que somos. Jesucristo coronado con la corona gloriosa del
martirio.
Que luego recogerá Pablo diciendo: “…Cristo tiene que reinar hasta que Dios
haga de sus enemigos estrado de sus pies…”
El pueblo elegido, Israel, nosotros, estábamos
en una “soledad poblada de aullidos”, dice el cántico. Sólo había aullidos, de
lobos, y el pueblo se encontraba sólo. Pero no estaba solo. Dios lo rodeó
cuidando de él, guardándolo como a las niñas de sus ojos.
No puedo por menos que ir al texto,
que dice así:
Lo encontró en una tierra desierta
en una soledad poblada de aullidos, lo
rodeó cuidando de él
lo guardó como a las niñas de sus ojos
como el águila incita a su nidada,
revolando sobre sus polluelos
así extendió sus alas, los tomó y los
llevó sobre sus plumas
Así nos recoge Jesucristo, con sus
alas, que son sus brazos extendidos en la Cruz, haciéndose pecado por nosotros,
para que nuestro pie ni siquiera
tropezase en piedra alguna, (Sal 90).
Bendito Dios, que saca bien del mal,
que es Omnipresente en el tiempo, como vemos en la consecución de
acontecimientos, y que para Él es el eterno presente.
Alabado sea Jesucristo
Tomas Cremades Moreno
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