jueves, 9 de agosto de 2018

El grano de trigo




“…si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda infecundo” (Jn 12, 24). Señor, qué metáfora más natural elegiste para explicar tu muerte. Eso lo entiende cualquiera a poco que observe la naturaleza: la semilla que cae al suelo y es enterrada de una u otro forma bien intencionadamente por el hombre, bien por los agentes meteorológicos‒, tras el tiempo oportuno y con las condiciones propicias se pudre y germina, a la vez aquel grano se convierte en una espiga de muchos granos. La muerte paradójicamente  produce vida. Parece una contradicción, pero ahí está la práctica del agricultor. Algo altamente demostrado.

Tú, Señor, quisiste demostrarnos algo superior a este milagro de las plantas (muerte/vida). Diste un paso y lo practicaste con tu propia vida: había pecado y con tu muerte lo transformaste en gracia. Tú tuviste que morir para que germinara el perdón, la gracia y la salvación para todos los hombres. Nunca te lo agradeceremos lo suficiente. Pocos seres humanos tienen la ocasión de dar la vida por otros bien porque no se da la circunstancia, bien porque, aunque se dé, estemos dispuestos a afrontarla. Sin embargo tú te presentaste voluntario. No cabe mayor amor.

En consecuencia y siguiendo esta paradoja de muerte que engendra vida, también en nuestras vidas podemos ponerla en práctica en otros varios aspectos, ya que, seguramente, no vamos a tener la ocasión de llevar a cabo esta permuta (morir para que otro viva). Mas creo, Señor, que sí podemos conseguir esta otra forma de santificarnos, como si dijéramos a plazos, por entregas, pero con un final también fructífero.

Así para que abunde, florezca y se multiplique el amor habrá que enterrar y dejar que se pudra el odio. Necesitamos sepultar el rencor y el odio en el olvido para que brote el amor.

¿Y qué pasará, Señor, con mis vicios si pongo en práctica esa misma experiencia? Pues claro, se convierten en virtudes. Será cuestión de tomar nota y sobre todo hacerlo vida.

Si me trago mi soberbia, si me doy cuenta de que no soy tan importante ni de que me necesita tanta gente y que soy prescindible, cuando tenga claro que soy un don nadie, estaré enterrándola y seguramente me convertiré en un hombre humilde.

Cuando ese afán por tener, ese gusto por poseer y atesorar bienes lo deseche, haré que me transforme en un ser generoso. Si mis cosas las cambio por nuestras cosas habrá brotado la generosidad en mi vida.

Si en vez de dejar las obras para después o escurrir el bulto para que otro haga mi trabajo, si hago lo debido en el momento oportuno y necesario y no lo postergo con una vaga escusa y menos se lo endoso a otra persona, estaré adquiriendo la virtud de la diligencia o, al menos, estaré poniendo las primeras piedras en su cimiento.

Si mi dolor físico o moral lo asumo como la cruz que cada cual tiene como medio de santificarse, lo llevo con elegancia y no a rastras, lo convertiré, si no en felicidad física, sí en la paz interior que proporciona la fuerza necesaria para tirar para adelante sin amargura.

Gracias, Señor, por haberme dado la pista de cómo morir un poquito cada día y que esa muerte produzca otra vida más acorde contigo.

Pedro José Martínez Caparrós

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