“…si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda infecundo”
(Jn 12, 24). Señor, qué metáfora más natural elegiste para explicar tu muerte.
Eso lo entiende cualquiera a poco que observe la naturaleza: la semilla que cae
al suelo y es enterrada de una u otro forma ‒bien intencionadamente por el hombre, bien por los agentes
meteorológicos‒, tras el tiempo
oportuno y con las condiciones propicias se pudre y germina, a la vez aquel
grano se convierte en una espiga de muchos granos. La muerte paradójicamente produce vida. Parece una contradicción, pero
ahí está la práctica del agricultor. Algo altamente demostrado.
Tú, Señor, quisiste demostrarnos
algo superior a este milagro de las plantas (muerte/vida). Diste un paso y lo
practicaste con tu propia vida: había pecado y con tu muerte lo transformaste
en gracia. Tú tuviste que morir para que germinara el perdón, la gracia y la salvación
para todos los hombres. Nunca te lo agradeceremos lo suficiente. Pocos seres
humanos tienen la ocasión de dar la vida por otros ‒bien porque no se da la circunstancia, bien porque, aunque se
dé, estemos dispuestos a afrontarla‒.
Sin embargo tú te presentaste voluntario. No cabe mayor amor.
En consecuencia y siguiendo esta
paradoja de muerte que engendra vida, también en nuestras vidas podemos ponerla
en práctica en otros varios aspectos, ya que, seguramente, no vamos a tener la
ocasión de llevar a cabo esta permuta (morir para que otro viva). Mas creo,
Señor, que sí podemos conseguir esta otra forma de santificarnos, como si
dijéramos a plazos, por entregas, pero con un final también fructífero.
Así para que abunde, florezca y
se multiplique el amor habrá que enterrar y dejar que se pudra el odio.
Necesitamos sepultar el rencor y el odio en el olvido para que brote el amor.
¿Y qué pasará, Señor, con mis
vicios si pongo en práctica esa misma experiencia? Pues claro, se convierten en
virtudes. Será cuestión de tomar nota y sobre todo hacerlo vida.
Si me trago mi soberbia, si me
doy cuenta de que no soy tan importante ni de que me necesita tanta gente y que
soy prescindible, cuando tenga claro que soy un don nadie, estaré enterrándola
y seguramente me convertiré en un hombre humilde.
Cuando ese afán por tener, ese
gusto por poseer y atesorar bienes lo deseche, haré que me transforme en un ser
generoso. Si mis cosas las cambio por nuestras cosas habrá brotado la
generosidad en mi vida.
Si en vez de dejar las obras para
después o escurrir el bulto para que otro haga mi trabajo, si hago lo debido en
el momento oportuno y necesario y no lo postergo con una vaga escusa y menos se
lo endoso a otra persona, estaré adquiriendo la virtud de la diligencia o, al
menos, estaré poniendo las primeras piedras en su cimiento.
Si mi dolor físico o moral lo
asumo como la cruz que cada cual tiene como medio de santificarse, lo llevo con
elegancia y no a rastras, lo convertiré, si no en felicidad física, sí en la
paz interior que proporciona la fuerza necesaria para tirar para adelante sin
amargura.
Gracias, Señor, por haberme dado
la pista de cómo morir un poquito cada día y que esa muerte produzca otra vida
más acorde contigo.
Pedro José Martínez Caparrós
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