Lo que a continuación expongo es
solo y exclusivamente un punto de vista personal, lo que me dicta mi pobre y
humilde naturaleza humana. Exponer, opinar o hablar de un misterio superior
desde una óptica terrenal y que lo escriba alguien que no tiene grandes
conocimientos teológicos, conlleva el grave riesgo de que su torpeza le lleve a
derivas erróneas, mas mi intención no es pontificar, sino exponer con un modo
de hablar llano y humano lo que a mi mente se le presenta como lo que es: un misterio.
Jesús ascendió y aquí dejó a sus
amigos y colaboradores más íntimos, incluyendo a su madre. Pero, claro, una
madre es una madre, y, aunque Él, una vez cumplida su misión, se incorporó a su
puesto junto a las otras dos personas de la Santísima Trinidad, su humanidad
echaría de menos a esa mujer buena con la que compartió los treinta y tres años
de vida intensa. Lo más natural es que a esa añoranza de madre le quisiera
poner remedio. ¿Qué mejor que traerla aquí junto a mí?, pensaría. Así es como
tomó aquella decisión y así llegó la Asunción.
Los apóstoles y discípulos se
quedarían tristes por la ausencia de aquella mujer que tantas fuerzas les
insuflaría en el día a día. Tras la Ascensión se aglutinarían en torno a ella
para darle ánimos y, a su vez, para que ella fuera la consejera en la
continuación de la obra de su hijo. Tras la Asunción se quedarían también huérfanos
de María.
Pero en otro lugar, ¿cielo? se
presentó el motivo de una gran alegría. Allí llegó esa misma mujer y madre a la
que el hijo en cierto modo le debía su humanidad, soporte necesario para la
salvación humana. Madre con la que había compartido alegrías y tristezas. Madre
que había sido su confidente y consejera. La llegada de ella pondría culmen a
su dicha. Jesús haría las presentaciones oportunas… ¡Qué menos que celebrar el
reencuentro con una fiesta! Toda la corte celestial, arcángeles, ángeles y
santos se pondrían manos a la obra y como súmmum la coronaron Reina y Señora de
todo lo creado.
Ella, en su humildad, como demostró
en sus pocas intervenciones que nos cuentan los evangelios, estaría totalmente
aturdida y desconcertada con aquellos agasajos. Al principio hasta podría
encontrase como fuera de lugar, pero muy segura agarrada de la mano del hijo.
Acostumbrada a estar y actuar a la sombra de Jesús en su pobre vida terrenal, aquel enaltecimiento turbaría y haría
temblar, entre emoción y sorpresa, a aquel grácil y frágil cuerpo. Seguramente
enrojecería de vergüenza, bajaría la mirada; su temblorosa y sudorosa mano
apretaría la de Jesús en busca de apoyo, fuerza y ánimo. Él volvería su sonriente rostro para mirarla y,
clavando sus ojos en sus ojos, le infundiría la fortaleza y tranquilidad que
ella necesitaba en aquel trance. Volvería a darle un beso en la frente, como
tantas veces lo había hecho durante su experiencia terrenal, acariciaría su
bello rostro, la agarraría con delicadeza por los hombros, para acabar
atrayéndola y apretándola contra su misericordioso corazón. Se fundirían en un
tierno y eterno abrazo bajo la bendición paternal del Padre, la mirada ardiente
de amor del Espíritu Santo y el aplauso de infinidad de criaturas que gozaban
con la visión de aquella estampa.
Esta es mi imagen y visión humana de
los dos últimos misterios gloriosos del Santo Rosario.
Pedro José Martínez Caparrós
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