miércoles, 17 de octubre de 2018

De la Profecía de Ezequiel




Dice el Señor por boca del profeta Ezequiel: “…Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará…” (Ez 36). No va a derramar sobre nosotros un agua limpia, pero nada más. No; es un agua pura.

En el episodio del encuentro de Jesús con la Samaritana, cuando Él le pide de beber, ella le dice: “… ¿de dónde tienes esa agua viva?...” (Jn 4,14)

A lo que le responde: “… el que beba del agua que yo le de, no tendrá sed jamás, sino que el Agua que yo le de se convertirá en él, en fuente de agua que brota para la Vida Eterna…”

 Él, Jesucristo, es ese Agua pura que ha de purificar el corazón del hombre de todas sus idolatrías, que no es otra cosa que el seguimiento a otros dioses: el dinero, la codicia, el sexo, el poder por el poder…Y llama la atención la palabra “derramar”. Derramar, siguiendo la RAE, es una palabra que, como muchas en nuestro lenguaje español, viene del latín “diramare” que significa la forma en que se separan las ramas de un árbol, esa forma aleatoria en que a la acción del viento se abren como en todas las direcciones. Y en el sentido geográfico, quizá en este caso, más explícito y representativo para la explicación que nos ocupa, significa la forma en que desemboca una corriente agua en el mar, la forma en que esta agua se derrama en el océano.

Y es que Jesucristo, así como derramó su sangre hasta la última gota, en el sacrificio de la Cruz, así derrama su Gracia sobre el hombre.

Y continúa Ezequiel: “…De todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar. Y os daré un corazón nuevo, arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne…”

Es decir, no se conforma Dios con darnos un nuevo corazón; no va a reconstruir en nosotros una nueva muralla como la de Jerusalén, ciudad del gran Rey, donde en su Templo habita la Gloria de Dios, como dirá David en el Salmo (50, 20): “…reconstruye las murallas de Jerusalén…”, para ser protegido; no. Dios hace en nosotros una nueva creación, nos da un corazón nuevo, arrancando nuestro corazón de piedra para darnos uno capaz de amar.

La Iglesia retoma estos misterios cuando en la Eucaristía nos presenta en la Hostia Consagrada, el verdadero Pan del Cielo – Jesucristo -, diciendo: “…este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…” Que en la traducción original “qui tollis pecata mundi  ” significa: “…que arranca el pecado del mundo”. ¡Qué gran sentido eclesial al retomar las palabras del Señor inspiradas a Ezequiel!

Y esa nueva creación en nosotros – la de nuestro corazón perverso y pervertido -, nos la indica diciendo: “…haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos…”. Por otras catequesis ya sabemos que el verbo ”hacer” es sinónimo del verbo “crear”, como nos recuerda el libro el Génesis cuando Dios iba haciendo el cielo, los astros, los animales, las plantas…el hombre. Esto es, hacía, creaba.

Y esta forma de de indicarnos el camino, es sin violencia, pues Dios respeta la libertad del hombre. Dios quiere ser amado por el hombre en su libertad. Eso sí, nos indica el camino; Jesús lo recordará cuando dice a Tomás: “…yo soy el Camino, la Verdad y la Vida…” (Jn 14,5), guardando su Palabra – su Evangelio -, como la Virgen  María “guardaba todas esas cosas en su corazón” (Lc 2, 49 y 51), haciéndolas suyas.

Y, al final de la revelación al profeta, hay una promesa de Dios: “…vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios…”

Y sabemos que Dios, al contrario que muchas veces el hombre, cumple sus promesas, es fiel, que es lo que significa el Atributo de su Fidelidad: “… Si negamos a Dios, él nos negará, si somos infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo…” (2 Tm 2,13)

Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno


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