Dice
el Señor por boca del profeta Ezequiel:
“…Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará…” (Ez 36). No va
a derramar sobre nosotros un agua limpia, pero nada más. No; es un agua pura.
En
el episodio del encuentro de Jesús con la Samaritana, cuando Él le pide de
beber, ella le dice: “… ¿de dónde tienes
esa agua viva?...” (Jn 4,14)
A
lo que le responde: “… el que beba del
agua que yo le de, no tendrá sed jamás, sino que el Agua que yo le de se
convertirá en él, en fuente de agua que brota para la Vida Eterna…”
Él, Jesucristo, es ese Agua pura que ha de
purificar el corazón del hombre de todas sus idolatrías, que no es otra cosa
que el seguimiento a otros dioses: el dinero, la codicia, el sexo, el poder por
el poder…Y llama la atención la palabra “derramar”. Derramar, siguiendo la RAE,
es una palabra que, como muchas en nuestro lenguaje español, viene del latín
“diramare” que significa la forma en que se separan las ramas de un árbol, esa
forma aleatoria en que a la acción del viento se abren como en todas las
direcciones. Y en el sentido geográfico, quizá en este caso, más explícito y
representativo para la explicación que nos ocupa, significa la forma en que
desemboca una corriente agua en el mar, la forma en que esta agua se derrama en
el océano.
Y
es que Jesucristo, así como derramó su sangre hasta la última gota, en el
sacrificio de la Cruz, así derrama su Gracia sobre el hombre.
Y
continúa Ezequiel: “…De todas vuestras
inmundicias e idolatrías os he de purificar. Y os daré un corazón nuevo,
arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne…”
Es
decir, no se conforma Dios con darnos un nuevo corazón; no va a reconstruir en
nosotros una nueva muralla como la de Jerusalén, ciudad del gran Rey, donde en
su Templo habita la Gloria de Dios, como dirá David en el Salmo (50, 20): “…reconstruye las murallas de Jerusalén…”,
para ser protegido; no. Dios hace en nosotros una nueva creación, nos da un
corazón nuevo, arrancando nuestro corazón de piedra para darnos uno capaz de
amar.
La
Iglesia retoma estos misterios cuando en la Eucaristía nos presenta en la
Hostia Consagrada, el verdadero Pan del Cielo – Jesucristo -, diciendo: “…este es el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo…” Que en la traducción original “qui tollis pecata mundi ” significa: “…que arranca el pecado del mundo”. ¡Qué gran sentido eclesial al
retomar las palabras del Señor inspiradas a Ezequiel!
Y
esa nueva creación en nosotros – la de nuestro corazón perverso y pervertido -,
nos la indica diciendo: “…haré que
caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos…”. Por
otras catequesis ya sabemos que el verbo ”hacer” es sinónimo del verbo “crear”,
como nos recuerda el libro el Génesis cuando Dios iba haciendo el cielo, los
astros, los animales, las plantas…el hombre. Esto es, hacía, creaba.
Y
esta forma de de indicarnos el camino, es sin violencia, pues Dios respeta la
libertad del hombre. Dios quiere ser amado por el hombre en su libertad. Eso
sí, nos indica el camino; Jesús lo recordará cuando dice a Tomás: “…yo soy el Camino, la Verdad y la Vida…” (Jn
14,5), guardando su Palabra – su Evangelio -, como la Virgen María “guardaba
todas esas cosas en su corazón” (Lc 2, 49 y 51), haciéndolas suyas.
Y,
al final de la revelación al profeta, hay una promesa de Dios: “…vosotros seréis mi pueblo, y yo seré
vuestro Dios…”
Y
sabemos que Dios, al contrario que muchas veces el hombre, cumple sus promesas,
es fiel, que es lo que significa el Atributo de su Fidelidad: “… Si negamos a Dios, él nos negará, si somos
infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo…” (2 Tm 2,13)
Alabado sea Jesucristo
Tomas Cremades Moreno
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