miércoles, 3 de octubre de 2018

XXVII Domingo del Tiempo Ordinario






El  matrimonio cristiano indisoluble como vivencia
de la fraternidad del Reino

        El Evangelio nos recuerda que Jesús enseña que el matrimonio es indisoluble. Es interesante constatar que los fariseos preguntan a Jesús para ponerlo a prueba, ¿de qué? En aquel contexto todos los judíos admitían el hecho del divorcio, solo discutían los diversos grupos las motivaciones para llevarlo a cabo. Por eso esta pregunta hace suponer que Jesús se había opuesto a este consenso en virtud de la doctrina del reino de Dios.

Realmente, cuando Dios reina en una persona, le transforma el corazón de piedra en un corazón de carne, filial y fraternal. Todos los que pertenecen al reino, han de vivir fraternalmente en todas las situaciones y estados de la vida. Y como el matrimonio es el estado concreto de vida de la mayor parte de personas, los cristianos han de vivirlo como una modalidad de la fraternidad del reino, lo que implica que esposo y esposa son esencialmente hermanos e hijos de Dios, iguales y llamados a la misma vocación. Esto excluye de por sí que un cónyuge vea al otro como un instrumento de que se sirve para satisfacer sus necesidades sexuales y materiales, y cuando no sirve, se deshace de él, como el que tira un bolígrafo cuando no sirve.

        Es también interesante cómo responde Jesús: “¿Qué os ha mandado Moisés”? Dice os, no nos, es decir, no se incluye en la pregunta ni en la observancia de la respuesta. Moisés escribió para todos los judíos, ¿es que Jesús no se considera judío? Sí, y por eso afirmó que “No he venido a destruir la Ley y los Profetas, no he venido a destruir sino a darles plenitud” (Mt 5,17) y dentro de esta plenitud entraba abrogar los mandatos que realmente no responden al plan de Dios. Por eso, cuando le responden que Moisés permitió divorciarse, Jesús les comenta: “Por vuestra terquedad dejó Moisés escrito este precepto. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer...”. Es decir, esta concesión de Moisés no se debe al plan de Dios sino a la dureza del corazón humano. Jesús purifica y perfecciona las enseñanzas del Antiguo Testamento y este es un caso concreto, en que además lo purifica a la luz del plan de Dios creador, como aparece en los dos primeros capítulos del Génesis.

        La primera lectura remite a estos textos con afirmaciones importantes: Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, como ser capaz de conocer y amar libremente; lo ha creado varón y hembra, ambos iguales pero incompletos, llamados a completarse   para formar una sola carne. Génesis 2 primero afirma que no es bueno que el hombre esté solo y Dios va a crearle la compañera adecuada. Sigue el desfile de animales, en los cuales el hombre no encuentra la compañera adecuada; se trata de una escena polémica para afirmar que la mujer no es un animal de carga, como se la considera en determinadas culturas; finalmente Dios crea la compañera adecuada tomando parte del costado del varón (costilla, ¿corazón?) y termina con la exclamación gozosa del hombre, que reconoce la igualdad entre ambos y la atracción mutua que tiende  a restablecer la unidad primitiva. En el plan primitivo de Dios, inscrito en la misma naturaleza, el matrimonio tiene como finalidad completar como personas a varón y mujer, plenitud que se traduce en fecundidad.

        La llegada del reino de Dios implica que con la muerte y resurrección de Jesús es posible realizar este plan divino, llevando a plenitud la vivencia de la fraternidad matrimonial. Por ello afirma Pablo que la donación mutua matrimonial es signo del amor de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo, amores totales y definitivos, que excluyen todo tipo de divorcio (Ef 4,21-33). La tarea del esposo es “completar” y hacer feliz a la esposa y la tarea de la esposa es “completar” y hacer feliz al varón. Es la lógica natural del amor auténtico que no admite medida ni plazos.

        La gracia del sacramento del matrimonio da la gracia para realizar esta tarea, pero es necesario colaborar con ella. Realmente el matrimonio cristiano no es un juego, sino una decisión seria y consciente, que sabe lo que busca y a lo que se compromete. Por otra parte, implica colaborar con la gracia del sacramento alimentando cada día el amor y haciendo que vaya creciendo en gratuidad y acomodándose a las circunstancias cambiantes de la vida matrimonial.

        Todo esto implica una preparación adecuada para recibir el sacramento, como enseñan los dos sínodos dedicados a la familia y la exhortación postsinodal Amoris Laetitia.

        Hoy día nos invade la ideología de género que niega radicalmente la visión cristiana y como consecuencia decrece el número de parejas que optan por el matrimonio cristiano. Urge por ello dar a conocer los valores del matrimonio cristiano que solo se comprende en la óptica de los valores del reino.

        La celebración de la Eucaristía es celebración de la fraternidad cristiana. Como Cristo se entrega a cada uno, hemos de entregarnos unos a otros en nuestra situación y estado concreto.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona



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