El ser rico o el ser pobre no nos asegura nada con
respecto a la salvación que es un don gratuito de Dios a la humanidad en Cristo
Jesús. Entonces, ¿de qué nos habla el Evangelio de hoy?
Es en el corazón del hombre donde tiene que nacer la
necesidad de reorientar la vida. Para ser discípulo se necesita algo más que la
renuncia a los bienes materiales. Es el corazón pobre y humilde el que ansía
vivir en sintonía con la Palabra de Dios, porque cuando la riqueza y la pobreza
evangélica ponen su morada en el corazón del creyente, ni la riqueza ni la
pobreza material son un estorbo en el seguimiento del Maestro, porque hay una
libertad y un desprendimiento interior de todo lo que es perecedero y caduco,
que es lo que nos capacita para ser discípulos del Reino y anunciadores de su
PAZ y su JUSTICIA.
Jesús comprende muy bien las insatisfacciones humanas
y sus debilidades y nos acoge cuando nos presentamos a Él pidiéndole luz para
guiar nuestra vida. Nos mira con cariño y su palabra va a ser la espada que
examinará nuestra disponibilidad y nuestra libertad interior. Es la que va a
saber dónde radican nuestras esclavitudes, porque los buenos deseos no bastan.
No basta con ser un fiel cumplidor de la Ley desde niño, no basta llevar una
vida aparentemente honrada y religiosa pero fría y rígida. La espada de la
Palabra rompe la superficialidad de una religiosidad devota y virtuosa pero sin
vida, esclavizada por los miedos y con una terrible soberbia y dureza de
corazón: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás
hombres» (Lc 18, 10), decía el observante fariseo de la parábola.
Su riqueza no era material, vivía esclavizado en un mundo religioso opresor y
carente de libertad interior, atado a la mera observancia exterior de la Ley,
de las normas y de los minuciosos preceptos. Y la espada de la palabra de Dios
se hunde en nosotros para abrirnos caminos de libertad: Una cosa te falta:
libertad, esa libertad que te hace salir de ti mismo, que te hace disponible,
que te hace prójimo, que te abre los ojos del corazón para que veas el rostro
del hermano con los mismos ojos de Dios.
El mensaje de Jesús es nítido, claro, va directamente
al corazón para que sintamos su fuerza liberadora. «No basta pensar
en la propia salvación; hay que pensar en las necesidades de los pobres; No
basta preocuparse por la vida futura; hay que preocuparse de los que sufren en
esta vida. No basta con no hacer daño a otros; hay que colaborar con el
proyecto de un mundo más justo» (J. A. Pagola).
La espada de la Palabra penetra sin piedad dentro de
nosotros, nada se le oculta, por mucho que intentemos ponernos máscaras
viviendo bajo la apariencia de una vida virtuosa, ella se encarga de
desenmascarar que, bajo la apariencia de esa vida, se esconde un egoísmo que
nos hace ver a los demás en función de nuestros intereses y, desgraciadamente,
de eso sabemos bastante. Por eso es tan necesario dejarnos confrontar por la
Palabra de Dios, porque, aunque vivamos una vida de fiel observancia religiosa
al encontrarnos con el Evangelio descubriremos que, si nuestro corazón no está
libre de ataduras, no hay verdadera alegría en nosotros, y por mucho que no se
nos caiga de la boca el santo nombre de Dios, estamos lejos de comprender
que los consejos evangélicos son un camino de donación, de salir de nosotros
mismos en una apertura de corazón hacia los lugares privilegiados en donde el
rostro de Dios brilla entre los más pobres, los más humildes y perdidos. Porque
todo el que vive para sí mismo no puede ver el santo Rostro de Dios en sus
hermanos y acabará como el joven rico, se irá solo y triste porque no hay lugar
en su corazón para la verdadera riqueza y la verdadera alegría.
Hay un matiz final en el evangelio de hoy que tenemos
que tener en cuenta y que muchas veces pasamos por alto, tal vez porque sea
bastante incómodo. Cuando Pedro le dice a Jesús: «Ya lo ves, nosotros
lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús le dice todo lo que se
recibirá a cambio por ello. Y nos deja una perla preciosa: lo recibiremos
todo –con persecuciones-. Tal vez sea por eso que esa
palabra nos resulta estridente y pasamos por ella como de puntillas pero es muy
importante no olvidarla. Es decir, la fidelidad al Evangelio, la
fidelidad al proyecto de Reino, la fidelidad en el seguimiento de Jesús de
Nazaret, no está centrada en ninguna religión ni en ningún tipo de vida
religiosa, es algo mucho más exigente. A nadie lo persiguen por ser un
cumplidor de leyes y normas religiosas. A los discípulos de Jesús se les
persigue cuando son fieles a los proyectos del Reino y su vida es una denuncia
de todas las injusticias y esclavitudes que hay en nuestro entorno más próximo
y a lo largo y ancho del mundo. Porque nos lo dejó dicho el Señor: «Si
a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,
20). Porque en eso radica la bienaventuranza del discípulo con respecto a su
Señor: la libertad de no tener ataduras para anunciar el Evangelio del Reino y
denunciar el egoísmo y la injusticia y, bienaventurados seréis -nos
dice el Señor- cuando os injurien y os persigan y digan con mentiras toda clase
de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra
recompensa será grande en los cielos (Mt 5, 11-12).
Y tenemos que orar por el Papa Francisco que está
sufriendo por ser fiel al Evangelio por aquellos que tienen el corazón vacío de
la caridad de Cristo. Es el precio de la fidelidad.
(Monasterio de Santa María de Sobrado)
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