Muchas veces hemos
recibido clase en el colegio o en la Universidad de verdaderos sabios, y otras
tantas nos hemos quedado “in albis” porque recibíamos “clases magistrales”. El
alumno no necesita eso; necesita entender de forma sencilla y adaptada a su
conocimiento del momento que vive, la materia de que se trate. El buen
profesor, se pone en el lugar del alumno, acordándose de cuando él ocupaba ese
asiento, recordar las dudas que le suscitaba este o aquel problema…preguntarse las
mismas cosas que se le presentan a los que reciben su enseñanza…y entonces será
capaz de asimilar los conocimientos, no para aprobar hoy y olvidarse mañana,
sino para siempre.
El profesor sabio es el
que hace fácil lo difícil. Jesucristo, Dios y Hombre, el Gran Pedagogo por
excelencia, enseñaba su Reino con palabras y acontecimientos sencillos, de
forma que todos lo entendieran.
Como dice el apóstol
Pablo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios.
Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por
uno de tantos (Fp 2, 6 y ss.).
Y Él nos pide que
seamos “luz”. Él es la Luz del mundo, y nos pide seguir su camino. “Nadie
enciende una lámpara y la pone en un sitio oculto, sino sobre el candelero, para
que todos la vean” (Lc 11,33).
Y ¿Cómo somos luz, para
el mundo? El Señor nos lo dice muy claramente: “… el ojo es la lámpara de tu
cuerpo; si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está sano; pero si tu ojo está
enfermo, ¡qué oscuridad habrá en tu cuerpo! Mira, pues, que la luz que hay en
ti no sea oscuridad…” (Lc 11,33-37).
Al hilo de esto, hay un
Evangelio muy esclarecedor: “…Si uno mira a una mujer deseándola, ya ha
cometido adulterio con ella en su corazón. Así pues, si tu ojo te escandaliza,
sácatelo; más te vale entrar tuerto en la Vida Eterna, que ser arrojado con
todo tu cuerpo a la gehena…” (Mt 5, 27-31).
Son palabras dichas por
Jesucristo en lo denominado “DISCURSO EVANGÉLICO” que comienza con las
Bienaventuranzas, y continúa en todo este capítulo 5.
Evidentemente no se
puede entender al pie de la letra, arrancándose el ojo, y resto de miembros que
te puedan hacer pecar. Dañar el propio cuerpo también sería pecado. Podríamos
acudir al refranero castellano para decir: “No hay peor ciego que él no quiere
ver”.
O también aquel otro de
“tomar el rábano por las hojas”. El demonio tiene la facultad de engañar tanto
al hombre, que éste puede quedar hasta embrutecido de una forma tal, que busque
infinidad de motivos para no convertirse. Por ejemplo, buscamos y rebuscamos
preguntas para justificar lo injustificable…y es que, el que pregunta mucho es
que no se quiere convertir.
En definitiva, el ojo
nos puede hacer pecar y apartarnos de Dios. Pero no solo en el tema sexual, -
que también-, sino en el deseo desordenado de las cosas en el orden determinado
por Dios, no por ti, o por mí.
Como bien decía san
Agustín: “…vaciarse de lo que se está lleno, para llenarse de lo que se está
vació!”, que, naturalmente es Dios.
(Tomás Cremades)
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