Primera lectura:
Ez 37,1-11.13-14: El Señor se arrepintió de la
amenaza que había pronunciado.
Salmo Responsorial:
Sal 50,3-4.12-13.17.19: Me pondré en camino
donde está mi padre.
Segunda lectura:
1 Tim 1,12-17: Cristo vino para salvar a los
pecadores.
Evangelio:
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
15,1-32: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepienta.
Dios es amor que perdona y
transforma en hijos.
El mensaje de Jesús se resume en que Dios es su
padre y que quiere compartir esta paternidad con todos los hombres, “reinando
sobre ellos” por su medio. Si reinar es ejercer un poder, el reinado de Dios
como padre es ejercer un poder para que los hombres puedan ser sus hijos. Sólo
puede llamarse padre el que tiene hijos. A Dios se le puede llamar padre de la
humanidad en cuanto que es su creador y cuida de todas sus criaturas, pero aquí
de trata de una relación especial, compartir la filiación de Jesús. Destinataria
es la humanidad, toda ella débil y pecadora. Por ello, la primera acción de
Dios-rey es ofrecer el perdón de los pecados al hombre, para que éste
libremente acepte ser hijo suyo, compartiendo su naturaleza de forma especial.
Y puesto que Dios es amor, compartir la vida divina es vivir en el amor,
situación incompatible con vivir en el pecado, que no es más que las diferentes
encarnaciones del egoísmo. Una acción es pecado, no por capricho divino, sino
porque destruye o debilita nuestra relación con Dios y los hermanos en el amor.
Ésta es la idea de fondo de la liturgia de la
palabra, por la que el Padre nos habla en la Eucaristía de este domingo. Porque
quiere ser padre, constantemente nos invita a aceptar su amor transformador,
combatiendo en nuestra vida todas las manifestaciones del pecado-egoísmo. En el
antiguo Testamento Dios perdona al pueblo que adora un becerro de oro, un ídolo,
poco después de comprometerse a servirle en la alianza sinaítica. Es el primer
pecado que se nos narra del pueblo y también el comienzo de una indefinida
oferta de perdón. En el evangelio Jesús nos recuerda que Dios se alegra y
organiza una fiesta siempre que un pecador se arrepiente, pues así consigue su
objetivo paternal. Por eso el hombre debe acercarse con confianza a recibir el
perdón. San Pablo nos ofrece el motivo del que tenemos que presumir los
cristianos: no somos un pueblo de héroes sino de testigos de la misericordia
del padre que a todos perdona y capacita como hijos para tareas concretas.
En su ministerio público Jesús comía con los
pecadores, previamente perdonados, para significar el reino que estaba
anunciando. Este banquete se renueva ahora en la Eucaristía, en la que nuestro
Padre nos invita a compartir como hijos y hermanos. Es siempre el banquete de los
perdonados. Por eso el hijo menor lo acepta sin problemas como regalo
inmerecido, después de su experiencia negativa. En cambio, el mayor se niega a
compartir el banquete organizado para el perdonado, porque se había hecho la
ilusión de que con su comportamiento se había ganado otro tipo de banquete como
premio. El banquete de los perdonados es el único posible, porque todos somos
pecadores. Es verdad que se comportaba bien, pero no tenía conciencia de su
debilidad y de que todo lo que había
hecho era gracia de Dios; creer que todo era mérito propio le lleva a
creerse superior y especialmente a no compartir las entrañas de misericordia
del Padre. A pesar de eso, el padre “se rebaja” y le ruega que entre. Quiere a
todos sus hijos en el banquete. ¿Entró o no entró? Jesús deja abierta la parábola. La respuesta
la debemos dar cada uno de nosotros.
Dr. don Antonio Rodríguez Carmona
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