Se está poniendo de moda la falsa manera de tratar a las personas y a las situaciones humanas con la mala actuación de la arrogancia. Su raíz parte del hecho que no se quiere dar la razón a la verdad puesto que se prefiere vivir aparentemente mejor en la mentira con tal de creer que uno se favorece más y es más creíble. Todo lo contrario. La arrogancia es el sentimiento de superioridad que desarrolla el individuo en relación con los demás a los que considera que él es el único que merece tener privilegios o facultades que los demás carecen. La arrogancia es una falta muy grave que hace de la persona un ídolo e influye en su carácter de forma especial, provocando una exaltación de la altanería, de la presunción, de la prepotencia y de la soberbia. Una persona arrogante tiene una imagen de sí muy inflada como un globo que cuando se desinfla provoca la falta de autoestima y más aún el desprecio de sí mismo hasta el punto de considerarse un desecho de la sociedad.
La
psicología afirma que la arrogancia surge como consecuencia de la necesidad de
alimentar o proteger un egoísmo frágil. De este modo, funciona como un
mecanismo de compensación en el cual la persona arrogante disfraza sus
carencias de autoestima de superioridad. La arrogancia no debe confundirse con
la idea de la autoestima que en todos es necesaria puesto que es la valoración
que tenemos de nosotros mismos. Los estímulos psicológicos están sustentados
por el engreimiento, el orgullo, la jactancia y la petulancia que llevan a un
precipicio de desesperación. De ahí que se requiere una terapia no sólo
psicológica sino también espiritual. La espiritualidad favorece y fomenta la
humildad, la modestia y la sencillez. Los grandes problemas de la convivencia,
en sus diversos factores y facetas, están sustentados y sostenidos en la virtud
de la humildad que ayudará para crecer en el amor y en la vocación a la que
cada uno está llamado y entonces, imperando la humildad, la arrogancia poco a
poco desaparecerá.
Me
resulta ilógico e irracional que en la sociedad, con pretensiones de grandeza,
piense que el dinero y el bienestar (a lo que hoy se denomina ‘sociedad del
bienestar’) es suficiente para conseguir las cosas que deseamos en esta vida,
pues lo material por sí mismo no tiene ningún valor frente al amor, la amistad,
la fraternidad, la belleza y la felicidad. Bien conviene escuchar al Maestro
que nos conoce mejor que nadie: “En verdad os digo: si no os convertís y os
hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3).
Tanto en el sentido de la madurez humana como espiritual lo que hace a la
persona progresar y realizarse como tal es la ‘pequeñez’. “Si me preguntáis qué
es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os
responderé: lo primero la humildad, los segundo la humildad y lo tercero la
humildad” (San Agustín, Epistolae 118,22). Y esto no sólo es un buen consejo
sino que es la mejor medicina para la salud humana y espiritual.
Un joven
converso comentaba que nunca, antes de su conversión, comprendía o entendía la
alegría de los creyentes. Posteriormente ejercitando la experiencia íntima de
amor a Jesucristo y por él, amando al prójimo, entendió la sonrisa de aquel
cristiano con el que se topó en su vida. “Mi arrogancia era tan fuerte que sólo
quería destruir con mis gestos y con mis palabras a los demás. Un día entendí
que esto no me hacía feliz y seguí el camino del amor cristiano. Ahora me
siento feliz”. Se hicieron vida las palabras de San Pedro: “Revestíos de la
humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios y a los
humildes da la gracia. Humillaos, por eso, bajo la mano poderosa de Dios, para
que a su tiempo os exalte. Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones,
porque Él cuida de vosotros” (1P 5, 5-7). Síntoma de enfermedad es la
arrogancia, pero medicina que la cura es la humildad.
+
Francisco Pérez González
Arzobispo
de Pamplona y Obispo de Tudela
No hay comentarios:
Publicar un comentario