Queridos
hermanos y hermanas:
1. Cuando
experimentamos la fuerza del amor de Dios, cuando reconocemos su presencia de
Padre en nuestra vida personal y comunitaria, no podemos dejar de anunciar y
compartir lo que hemos visto y oído. La relación de
Jesús con sus discípulos, su humanidad que se nos revela en el misterio de la
encarnación, en su Evangelio y en su Pascua, nos hacen ver hasta qué punto Dios
ama nuestra humanidad y hace suyos nuestros gozos y sufrimientos, nuestros
deseos y nuestras angustias (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22). Todo en Cristo nos recuerda
que el mundo en el que vivimos y su necesidad de redención no le es ajena y nos
convoca también a sentirnos parte activa de esta misión: “Salgan al cruce de
los caminos e inviten a todos los que encuentren” (Mt 22,9). Nadie es ajeno,
nadie puede sentirse extraño o lejano a este amor de compasión.
La
experiencia de los apóstoles
2. La
historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor
que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un
diálogo de amistad (cf. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar
cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: “Era
alrededor de las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo
curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos,
acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados,
invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de
autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una
alegría expansiva y gratuita que no se puede contener. Como decía el profeta
Jeremías, esta experiencia es el fuego ardiente de su presencia activa en
nuestro corazón que nos impulsa a la misión, aunque a veces comporte
sacrificios e incomprensiones (cf. 20,7-9). El amor siempre está en
movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio
más hermoso y esperanzador: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41).
3. Con
Jesús hemos visto, oído y palpado que las cosas pueden ser diferentes. Él
inauguró, ya para hoy, los tiempos por venir recordándonos una característica
esencial de nuestro ser humanos, tantas veces olvidada: “Hemos sido hechos para
la plenitud que solo se alcanza en el amor” (Carta enc. Fratelli tutti, 68). Tiempos nuevos que suscitan
una fe capaz de impulsar iniciativas y forjar comunidades a partir de hombres y
mujeres que aprenden a hacerse cargo de la fragilidad propia y la de los demás,
promoviendo la fraternidad y la amistad social (cf. ibíd., 67). La comunidad
eclesial muestra su belleza cada vez que recuerda con gratitud que el Señor nos
amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Esa “predilección amorosa del Señor nos sorprende,
y el asombro —por su propia naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos
ni imponerlo. […] Solo así puede florecer el milagro de la gratuidad, el don
gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como consecuencia
de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en «estado de misión»
es un efecto del agradecimiento” (Mensaje a las Obras Misionales
Pontificias, 21-5-2020).
4. Sin
embargo, los tiempos no eran fáciles; los primeros cristianos comenzaron su
vida de fe en un ambiente hostil y complicado. Historias de postergaciones y
encierros se cruzaban con resistencias internas y externas que parecían
contradecir y hasta negar lo que habían visto y oído; pero eso, lejos de ser
una dificultad u obstáculo que los llevara a replegarse o ensimismarse, los
impulsó a transformar todos los inconvenientes,
contradicciones y dificultades en una oportunidad para la misión. Los
límites e impedimentos se volvieron también un lugar privilegiado para ungir
todo y a todos con el Espíritu del Señor. Nada ni nadie podía quedar ajeno a
ese anuncio liberador.
5. Tenemos
el testimonio vivo de todo esto en los Hechos de los Apóstoles, libro
de cabecera de los discípulos misioneros. Es el libro que recoge cómo el
perfume del Evangelio fue calando a su paso y suscitando la alegría que solo el
Espíritu nos puede regalar. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos enseña
a vivir las pruebas abrazándonos a Cristo, para
madurar la “convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia,
también en medio de aparentes fracasos”, y la certeza de que “quien se ofrece y
entrega a Dios por amor seguramente será fecundo” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279).
6. Así
también nosotros: tampoco es fácil el momento actual de nuestra historia. La
situación de la pandemia evidenció y amplificó el dolor, la soledad, la pobreza
y las injusticias que ya tantos padecían y puso al descubierto nuestras falsas
seguridades y las fragmentaciones y polarizaciones que silenciosamente nos
laceran. Los más frágiles y vulnerables experimentaron aún más su
vulnerabilidad y fragilidad. Hemos experimentado el desánimo, el desencanto, el
cansancio, y hasta la amargura conformista y desesperanzadora pudo apoderarse
de nuestras miradas. Pero nosotros “no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a
Jesús como Cristo y Señor, pues no somos más que servidores de ustedes por
causa de Jesús” (2 Cor 4,5). Por eso sentimos resonar en nuestras comunidades y
hogares la Palabra de vida que se hace eco en nuestros corazones y nos dice:
“No está aquí: ¡ha resucitado!” (Lc 24,6); Palabra de esperanza que rompe todo
determinismo y, para aquellos que se dejan tocar, regala la libertad y la
audacia necesarias para ponerse de pie y buscar creativamente todas las maneras
posibles de vivir la compasión, ese “sacramental” de la cercanía de Dios con
nosotros que no abandona a nadie al borde del camino. En este tiempo de
pandemia, ante la tentación de enmascarar y justificar la indiferencia y la
apatía en nombre del sano distanciamiento social, urge la misión de la compasión capaz de hacer de la
necesaria distancia un lugar de encuentro, de cuidado y de promoción. “Lo que
hemos visto y oído” (Hch 4,20), la misericordia con la que hemos sido tratados,
se transforma en el punto de referencia y de credibilidad que nos permite
recuperar la pasión compartida por crear “una comunidad de pertenencia y
solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes” (Carta enc. Fratelli tutti, 36). Es su Palabra la que
cotidianamente nos redime y nos salva de las excusas que llevan a encerrarnos
en el más vil de los escepticismos: “todo da igual, nada va a cambiar”. Y
frente a la pregunta “¿para qué me voy a privar de mis seguridades, comodidades
y placeres, si no voy a ver ningún resultado importante?”, la respuesta
permanece siempre la misma: “Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la
muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive” (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 275) y nos quiere también
vivos, fraternos y capaces de hospedar y compartir esta esperanza. En el contexto actual urgen misioneros de esperanza que,
ungidos por el Señor, sean capaces de recordar proféticamente que nadie se
salva por sí solo.
7. Al igual
que los apóstoles y los primeros cristianos, también nosotros decimos con todas
nuestras fuerzas: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”
(Hch 4,20). Todo lo que hemos recibido, todo lo que el Señor nos ha ido
concediendo, nos lo ha regalado para que lo pongamos en juego y se lo regalemos
gratuitamente a los demás. Como los apóstoles que han visto, oído y tocado la
salvación de Jesús (cf. 1 Jn 1,1-4), así nosotros hoy podemos palpar la carne
sufriente y gloriosa de Cristo en la historia de cada día y animarnos a
compartir con todos un destino de esperanza, esa nota indiscutible que nace de
sabernos acompañados por el Señor. Los cristianos no podemos
reservar al Señor para nosotros mismos: la misión
evangelizadora de la Iglesia expresa su implicación total y pública en la
transformación del mundo y en la custodia de la creación.
Una
invitación a cada uno de nosotros
8. El lema
de la Jornada Mundial de las Misiones de este año, “No podemos dejar de hablar
de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20), es una invitación a cada uno de
nosotros a “hacernos cargo” y dar a conocer aquello que tenemos en el corazón.
Esta misión es y ha sido siempre la identidad de la Iglesia: “Ella existe para
evangelizar” (S. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14).
Nuestra vida de fe se debilita, pierde profecía y capacidad de asombro y
gratitud en el aislamiento personal o encerrándose en pequeños grupos; por su
propia dinámica exige una creciente apertura capaz de
llegar y abrazar a todos. Los primeros cristianos, lejos de ser
seducidos para recluirse en una élite, fueron atraídos por el Señor y por la
vida nueva que ofrecía para ir entre las gentes y testimoniar lo que habían
visto y oído: el Reino de Dios está cerca. Lo hicieron con la generosidad, la
gratitud y la nobleza propias de aquellos que siembran sabiendo que otros
comerán el fruto de su entrega y sacrificio. Por eso me gusta pensar que “aun
los más débiles, limitados y heridos pueden ser misioneros a su manera, porque
siempre hay que permitir que el bien se comunique, aunque conviva con muchas
fragilidades” (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 239).
9. En la
Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra cada año el penúltimo domingo
de octubre, recordamos agradecidamente a todas esas
personas que, con su testimonio de vida, nos ayudan a renovar nuestro
compromiso bautismal de ser apóstoles generosos y alegres del
Evangelio. Recordamos especialmente a quienes fueron capaces de ponerse en
camino, dejar su tierra y sus hogares para que el Evangelio pueda alcanzar sin
demoras y sin miedos esos rincones de pueblos y ciudades donde tantas vidas se
encuentran sedientas de bendición.
10.
Contemplar su testimonio misionero nos anima a ser valientes y a pedir con
insistencia “al dueño que envíe trabajadores para su cosecha” (Lc 10,2), porque
somos conscientes de que la vocación a la misión no es algo del pasado o un
recuerdo romántico de otros tiempos. Hoy, Jesús necesita corazones que sean
capaces de vivir su vocación como una verdadera historia de amor, que les
haga salir a las periferias del mundo y convertirse en mensajeros e
instrumentos de compasión. Y es un llamado que Él nos hace a
todos, aunque no de la misma manera. Recordemos que hay periferias que están
cerca de nosotros, en el centro de una ciudad, o en la propia familia. También
hay un aspecto de la apertura universal del amor que no es geográfico sino
existencial. Siempre, pero especialmente en estos tiempos de pandemia, es
importante ampliar la capacidad cotidiana de ensanchar nuestros círculos, de
llegar a aquellos que espontáneamente no los sentiríamos parte de “mi mundo de
intereses”, aunque estén cerca nuestro (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 97). Vivir la misión es
aventurarse a desarrollar los mismos sentimientos de Cristo Jesús y creer con
Él que quien está a mi lado es también mi hermano y mi hermana. Que su amor de
compasión despierte también nuestro corazón y nos vuelva a todos discípulos
misioneros.
11.
Que María, la primera discípula misionera, haga crecer
en todos los bautizados el deseo de ser sal y luz en nuestras tierras (cf. Mt
5,13-14).
Francisco
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