En 1843 Charles Dickens visitó a su hermana en
Manchester y aprovechó esos días para encontrarse con representantes de
organizaciones de caridad que ayudaban a las clases más desposeídas en esa
ciudad industrial. Como periodista que era, además de escritor, pensaba
publicar un reportaje denunciando la extrema pobreza que albergan las ciudades
y la explotación de los niños en el mercado laboral. Pero un amigo le convenció
para que escribiera una pieza literaria, en vez de un artículo, y en una semana
se inventó el «Cuento de Navidad».
El éxito fue rotundo. Inmortalizó a Scrooge, un
anciano avaro que aborrecía la Navidad y la alegría callejera que se vivía en
estas fechas. Un hombre que recibe la visita de los fantasmas de la Navidad
pasada, presente y futura, visión que le hace cambiar de vida y arrepentirse de
haber sido insolidario.
Como en tantos personajes de Dickens, el modelo existe
realmente, aunque en grado menos dramático. Hay poca gente que aborrezca la
Navidad, pero sí hay mucha que no la vive con pleno sentido de lo que se
celebra: el nacimiento de Jesucristo, el mayor acontecimiento de la historia
humana.
Está muy bien que se coloquen luces en las calles, que
los escaparates de las tiendas ofrezcan la posibilidad de hacernos regalos unos
a otros, pero la alegría de la Navidad tiene un contenido espiritual que los
cristianos debemos tener presente. Es el momento de mirarnos a nuestro
interior, y a la vez de mirar a las personas que nos rodean, que son nuestros hermanos.
La solidaridad es el segundo nombre de la Navidad. Es
bonito ver cómo las familias celebran estas fiestas, como se organizan comidas
de empresa con compañeros de trabajo. Esto no debe hacernos olvidar a quienes
no tienen nada porque no llegan a fin de mes y no pueden hacer unos mínimos
gastos extras.
También debemos tener en la memoria a tantas personas
que son víctimas de la guerra en lugares como Irak y Siria, donde ir a misa es
en ocasiones un acto heroico porque supone desafiar peligros mortales. Y, por
supuesto, nuestras Navidades han de ser solidarias con los refugiados.
Recordemos que María y José no encontraron posada para
que naciera Jesús, y que los tres tuvieron que refugiarse en Egipto cuando
Herodes determinó la matanza de inocentes. ¡Cuántos niños vagan ahora con sus
padres o sin ellos por los países en conflicto, o incluso por Europa tratando
de encontrar un lugar seguro!
Que a todos ellos los tengamos muy presentes en esta
Navidad ya cercana.
+ Jaume Pujol Bacells
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