La esperanza exige conversión
La palabra de Dios nos vuelve a
recordar la promesa de salvación (1ª y 2ª lecturas) y, por otra parte, el
Evangelio proclama que ya está llegando el cumplimiento de esta promesa con la
cercanía del Reino de Dios, y que esto exige conversión.
La esperanza cristiana se apoya en la
palabra de Dios, que ya se cumple en la Pascua de Jesús, y por otra parte, en
nuestra conversión. Espera algo el que desea algo que no tiene, por eso el que
no desea, no espera, ni tampoco el autosuficiente que no necesita nada. Jesús
viene como Salvador. Sólo lo recibirá el que es consciente de sus limitaciones
y desea ser salvado.
En este contexto convertirse es, por una parte, ver con realismo la propia
pobreza para desear colmarla y, por otra, hacer vacío para que lo llene Dios.
Es una acción que implica esfuerzo, pero no va en detrimento de la correcta
autoestima del hombre, al contrario, la
defiende, al exigir evitar una falsa
idea de la sí mismo, orgullosa y que vuelve
la cabeza ante las limitaciones físicas
y morales.
Dios ha puesto en el corazón del hombre
ansia de infinito y plenitud: Nos hiciste, Señor, para ti e inquieto está
nuestro corazón hasta que descanse en ti (S.Agustín), pero el hombre
puede embotar esta hambre con pequeñas satisfacciones materiales. Convertirse
es vigilar para que no se embote la esperanza: Guardaos de que no se hagan
pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las
inquietudes de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros (Lc
21,34).
La experiencia del pueblo judío durante
la primera Alianza debe ser una lección viviente para nosotros. Todos esperaban
la llegada del reino de Dios y del Mesías, pero, cuando llegó, la mayoría no lo
aceptó. El NT reflexiona sobre este
hecho señalando las causas, que son las mismas que pueden frustrar hoy día
nuestra esperanza. Repasar algunas
ayudará a concretar nuestra conversión: Todo esto les acontecía en figura, y fue
escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos. (1
Cor 10,11):
* Vivir centrado en el amor propio, en
los propios intereses, en la propia gloria, y no en el amor de Dios: Pero yo
os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios. Yo he venido en nombre de mi
Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis.
Cómo podéis creer vosotros, que
aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? (Jn 5,42-44).
* Poner condiciones al plan salvador de
Dios. Los judíos rechazaron la propuesta de Jesús de un mesías siervo, pues
preferían un hijo de David triunfalista:
Como dice Pablo, Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no
conforme a un pleno conocimiento. Pues
desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia,
no se sometieron a la justicia de Dios (Rom 10,2-3).
* Concebir la salvación como una compra
entre iguales, a base del propio esfuerzo, y no como un regalo de Dios. Esto se
manifiesta de diversas formas, como el legalismo, que cree que se puede
comprar la salvación a base de cumplir materialmente la letra de las normas, descuidando su espíritu (Mc 2,23-3,5); la rutina en las prácticas
con etiqueta religiosa (Mc 2,18-22). Leyes y prácticas deben ser expresión del
amor a Dios y a los hermanos, no medios para comprar la salvación y quedarse
“tranquilos” y autosatisfechos de que la compra va por buen camino. Ambas
prácticas dan lugar al puritanismo del que se siente tranquilo y sin
pecado, excluyéndose así de la salvación de Jesús, pues no tienen necesidad
de médico los sanos, sino los enfermos; no vine a llamar justos sino
pecadores (Mc 2,17). Igualmente se manifiesta en el dogmatismo doctrinal
y moral del que se cree en pleno conocimiento y posesión de los planes de
Dios. ¡Muchos judíos rechazaron a Jesús en nombre de Dios! (Mc 2,1-12; Jn
16,2). Dios se ha revelado y nos ha dado a conocer su verdad, pero todavía
conocemos parcialmente (1 Cor 13,8-12). La teología tiene que ser radicalmente
humilde y debe ayudar a aceptar los caminos de Dios, que frecuentemente tienen
aspecto necio y débil, pero que son sabiduría y poder de Dios (cf 1 Cor
1,17-24).
La conversión es un proceso permanente
en la vida cristiana y capacita para acoger las constantes venidas de Jesús.
Por eso es también fundamental para celebrar la Eucaristía, que es presencia
del Salvador, que se vuelca en los que desean y esperan su salvación. Jesús
quiso ofrecer un primer anuncio de ella
cuando comía con los pecadores. En la Eucaristía Jesús comparte su sacrificio
con sus amigos, que se reconocen pecadores perdonados.
D. Antonio Rodríguez Carmona
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