lunes, 27 de febrero de 2017

Disfrazarse de sí mismo





Mariano González Mangada escribió una fábula que dice así: “Hubo una vez un hombre que en Carnaval se disfrazó de sí mismo, y parecía otro y fue muy feliz, aunque el miércoles de ceniza volvió a ser el de todos los días, es decir, el que los demás querían que fuera”.

Lo sepamos o no lo sepamos, nos guste o no nos guste, el hecho es que todos, en este mundo, andamos disfrazados de algo. Porque todos tenemos una imagen pública y siempre vamos por la vida representando un papel. De ahí que todos tendríamos que preguntarnos qué disfraz llevamos puesto. Seguramente porque no sospechamos que lo que más necesita cada cual es “disfrazarse de sí mismo”, es decir, ser él mismo. Y no ser lo que los demás quieren que uno sea o aparecer como los demás quieren que uno aparezca. Lo digo con pasión y quizá con rabia: “Estoy harto de ir por la vida representando un papel”, o sea, estoy cansado de hacer el cómico y no ser yo mismo. Según lo que de mí espera la gente que me conoce, cada mañana, cuando me levanto, me disfrazo de cristiano, me disfrazo de cura. También me pongo algo de hombre de estudios, para que muchos me vean como quieren verme, como un intelectual. Y así me paso la vida: representando papeles. Porque, vamos a ver: ¿de veras soy yo un cristiano? ¿de veras soy un cura?¿soy un intelectual? La pura verdad es que, a fuerza de ser una cosa y parecer otra, muchas veces ni sé lo que soy.

Si somos sinceros, a todos (a cada cual en su medida) nos pasa lo mismo. Somos lo que los demás quieren y esperan que seamos, pero no lo que en realidad somos, cuando somos nosotros mismos. Por el ambiente en que vivo, yo sé de obispos que son lo que Roma quiere que sean, pero no son lo que ellos mismos piensan o sienten. Y sé de curas que son lo que el obispo quiere que sean, pero no lo que ellos mismos dicen cuando están solos.

Normalmente, cuanto más alto está uno en la escala de lo religioso, lo social, lo intelectual, más peligro tiene de verse obligado, cada día, a ponerse el correspondiente disfraz. La gente de abajo, los que no pintan nada en la vida, ésos van como son. No tienen nada que representar. Ni nada que aparentar. Las personas de buena familia, los sabios, los poderosos, no tienen más remedio que aparecer como tales. Por eso les importa el “¡qué dirán!”, el “¡qué van a pensar de ti si te ven así!”, etc, etc. O también: ”Este año se lleva esto o se lleva lo otro”. Hay que aparecer como quieren que aparezcamos los que imponen la moda, los que imponen los usos y costumbres, los que imponen lo que se come y cómo se come. O sea, vivimos en un perpetuo miércoles de ceniza aunque sea navidad o viernes santo. El gran teatro del mundo.

En el fondo, el problema está en que le damos más importancia al parecer que al ser. Uno puede ser un egoísta, un orgulloso, un ambicioso, un auténtico estúpido, pero lo que importa es no aparecer como tal. Es la hipocresía. Dueña y señora de nuestras vidas y de nuestras conductas. Con un agravante: estamos convencidos de que así es como hay que ser. Con lo cual se perpetúa la farsa. Y todo lo falso, lo convencional, lo hipócrita, se superpone a lo auténtico, a lo verdadero. Y, sobre todo, se impone la mentira, por encima de la felicidad de las personas. Más aún, se impone toda la farsa y el engaño del mundo, a costa de que los más desgraciados se vean cada día más hundidos en su miseria. Porque la industria y el comercio de los que visten y alimentan a los notables de la sociedad, los que cada día se tienen que vestir y tienen que comer donde se viste y come la gente importante, eso cuesta mucho dinero, demasiado dinero. Y, claro está, luego no queda en los presupuestos, de la familia y del Estado, para subir las pensiones de los viejos que se mueren solos, ni hay dinero para hacer más hospitales, ni para tener nuestras ciudades más limpias, ni por supuesto para dar el 0’7% en favor de los mil millones de criaturas que se mueren de hambre en el mundo. La industria del “parecer”, que es la asombrosa industria de los disfraces, resulta demasiado cara. Pero estamos tan apegados al “parecer”, que, por no “ser” lo que en realidad somos, hacemos lo que sea, aunque eso cueste demasiado dolor, humillaciones indecibles y la eterna desgracia de los que vamos por la vida haciendo de comediantes, para que todos nos vean como quieren vernos. Y así, todos contentos. Como decía un viejo amigo mío: “si cada hipócrita llevara un farolillo, ¡qué verbena!”.


J. Jáuregui

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