Uno de los encargos que nos hizo Jesús a los cristianos
fue que fuésemos las personas que le pusiéramos sabor a la vida: Vosotros sois la sal de la tierra. La
vida normalmente es rutinaria, casi a diario hacemos las mismas cosas y a la
misma hora, convivimos con las mismas personas: familia y ámbito laboral. Esto,
que en principio no debe ser negativo, sí puede convertirse en ello al ser todo
tan repetitivo: nos acostumbramos, sabemos cómo actúan los otros, todo es previsible,
etc. y nos dejamos llevar. Ahí es donde el cristiano tiene que actuar. Con su
ejemplo y modo de proceder tiene que convertir lo repetitivo en novedad, tiene
que darle un toque de alegría y chispa a la monotonía diaria. Su trabajo debe
de ser sazonador, dar gusto a los sinsabores que nos proporciona el trascurso
del día.
Pero
si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? Corremos el peligro
contrario, esto es, que nosotros nos contaminemos de ese pasar el tiempo sin
pena ni gloria; en este caso no serviremos para nada, sino para tirarla fuera y que la gente la pise. O colaboramos con
Jesús o le estamos estorbando, no hay término medio. O sazonamos o contribuimos
a hacer la vida insulsa.
Otra virtud de la sal además de sazonar,
más antigua y hasta puede que más importante y necesaria, es la de conservar.
La sal conserva los alimentos durante mucho tiempo. También nos pide esto Jesús
que le ayudemos a que su venida no sea baldía, a que su obra sea imperecedera. Que
nuevamente nuestro actuar y ejemplo ayuden a los demás a conseguir una vida
eterna. El pecado es el deterioro peor, pues que no seamos causa de mal ejemplo
y mucho menos ayudemos a emponzoñar y podrir la vida del prójimo.
La sal tiene otra bondad, que es la de
cauterizar los pequeños cortes y heridas. Sí, es dolorosa pero efectiva. Quizá
alguna vez sea necesario, con mucha educación y delicadeza, hurgar en alguna
herida del prójimo. Si vemos que el hermano se desvía y va por malos caminos,
habrá que reprenderlo. Si vemos que alguien se comporta de tal forma que
desestabiliza el bien común, habrá, por el bien de todos, que conminarle. Si
vemos que alguien se aparta de sus deberes con el consiguiente perjuicio ajeno,
habrá que advertirle. A lo largo del día
habrá ocasiones en que tendremos que amonestar a alguien. Todo ello dolerá,
pero estaremos cumpliendo con nuestro deber de ser sal, especialmente cuando
nos la apliquemos a nosotros mismos.
Pedro José
Martínez Caparrós
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