Hay una tendencia a “demonizar” a Tomás por su
increencia. ¡Somos así! Y no se trata de justificar esta postura de Tomás el Apóstol
de Jesús. Él, al igual que los demás discípulos, ha sido testigo de toda la
vida de Jesús. Ha conocido sus milagros, ha comido y bebido con Él; ha sido
catequizado en múltiples ocasiones, al igual que los demás. Y, sin embargo,
cuando llega el momento del “aparente” fracaso, cuando ha sido testigo del
prendimiento del Maestro, por la traición de Judas, cuando ve con sus ojos el
martirio y la muerte del Salvador…sus pies se tambalean, su fe queda
cuestionada…y no cree en la Resurrección.
Aquí está la tentación de Tomás. ¡Nosotros no! Le
consideramos un incrédulo y un traidor. Traidores fueron todos los discípulos,
nadie salió en su ayuda, todos le abandonaron… ¡Nosotros no lo hubiéramos
hecho!
¡Nosotros lo hubiéramos hecho igual! ¡Perdón! Lo
hemos hecho multitud de veces: cada vez que pecamos, traicionamos a Jesús.
Tomás necesitaba hacer la experiencia real de su
vida; necesitaba tocar con sus manos. Él le había tocado tantas veces…Tomás
había sentido el calor de sus manos, la mirada indescriptible de Jesús…La
mirada de Amor. Y Tomás necesitaba volver a palpar su Divina Presencia. ¡No! No
es traición la de Tomás. Es necesidad de su Amor, necesidad de encontrarlo de
nuevo vivo y resucitado. Jesús le entendió. Solo Él puede juzgar y comprender
lo que hay en cada corazón humano.
Entonces Dios le inspiró la oración más bella
salida de los labios de un hombre enamorado: ¡Señor mío, y Dios mío!,
reconociendo a Jesús, al Maestro, como Dios, que, como ya hemos dicho, es la
palabra reservada por los israelitas SOLO para Dios.
Jesús no castigó a Tomás por su incredulidad, le
regaló esta hermosa oración. Y tan hermosa es, que luego la Iglesia, como Madre
y Maestra, lo repite en el momento de la Consagración.
Alabado sea Jesucristo
Tomas Cremades Moreno
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