Gran parte de mi vida la
pasé hablando de Dios.
No lograba hacerme amigo de Dios.
Hablaba de Él y lo hacía convencido.
Hasta que un día me convencí
de que todo quedaba en ideas
y entonces cambié.
Hablaba de Él y lo hacía convencido.
Hasta que un día me convencí
de que todo quedaba en ideas
y entonces cambié.
Comencé a hablar con Dios y a Dios.
En vez de hablar de Dios a los demás,
comencé a hablar personalmente con Dios.
Y aquí algo comenzó a cambiar.
En vez de hablar de Dios a los demás,
comencé a hablar personalmente con Dios.
Y aquí algo comenzó a cambiar.
Ya no era la cabeza que trabajaba pensando en El.
Fue el corazón el que fue cambiando en mí.
Es que, no es lo mismo hablar de alguien,
que hablar con alguien.
Fue el corazón el que fue cambiando en mí.
Es que, no es lo mismo hablar de alguien,
que hablar con alguien.
No es lo mismo hablar de Dios que hablar con Dios.
No es lo mismo saber cosas de Dios
que sentirle y experimentarle.
No es lo mismo tener ideas de Dios,
que sentir a Dios en el corazón.
No es lo mismo saber cosas de Dios
que sentirle y experimentarle.
No es lo mismo tener ideas de Dios,
que sentir a Dios en el corazón.
Las ideas nos hacen intelectuales de Dios.
Los sentimientos nos hacen los místicos de Dios.
Las ideas nos convierten en los maestros sobre Dios.
La experiencia nos convierte en testigos de Dios.
No es lo mismo decir “sé cosas de Dios”,
que decir “yo experimenté a Dios”.
Los sentimientos nos hacen los místicos de Dios.
Las ideas nos convierten en los maestros sobre Dios.
La experiencia nos convierte en testigos de Dios.
No es lo mismo decir “sé cosas de Dios”,
que decir “yo experimenté a Dios”.
Tenemos que hablar de Dios.
Pero antes tenemos que hablar con Él.
Quien solo habla de Dios, puede ser un maestro que enseña.
Quien habla con Dios, puede ser un místico que lo vive.
Pero antes tenemos que hablar con Él.
Quien solo habla de Dios, puede ser un maestro que enseña.
Quien habla con Dios, puede ser un místico que lo vive.
J. Jáuregui
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