viernes, 24 de febrero de 2017

VIII Domingo del Tiempo Ordinario



el discípulo  ante los bienes

El hombre es un ser limitado que para su desarrollo necesita de bienes materiales, necesarios para el alimento, el vestido y para hacer frente a las demás necesidades. Para eso Dios ha creado los bienes materiales,  los ha puesto a su disposición y le ha dado el encargo de administrarlos debidamente. En ese gran relato simbólico que es el relato de la creación (Gén 1), se presenta a Dios como hábil creador del hombre, que primero prepara el mundo como lugar de residencia adecuado, después los bienes que necesitará para su desarrollo y finalmente crea al hombre, varón y mujer como dueño y señor de todo: creced y multiplicaos y dominad la creación... (Gen 1,28). En el plan de Dios el hombre es señor y no esclavo de los bienes, que están al servicio de toda la humanidad.

Las consecuencias son varias. Primero, el hombre está legitimado para servirse de la creación para su desarrollo, pero no lo está para destruirla.  El uso está condicionado por su conservación, de forma que pueda continuar prestando este servicio a las futuras generaciones. La preocupación ecológica pertenece a la fe cristiana.

Segundo, el hombre está legitimado para servirse de la creación, pero sin exclusivismos que pretendan acaparar bienes, privando a otros de lo necesario. La creación tiene un destinatario social, toda la humanidad.

Y tercero, la creación siempre es un medio al servicio del desarrollo humano, no un dios absoluto que esclaviza al hombre o actúa contra el bien común de la humanidad.

Jesús en el Evangelio de hoy ratifica y profundiza estas enseñanzas del antiguo Testamento. El hombre no puede servir a dos señores, a Dios y al dinero,  porque ambos reclaman un servicio absoluto. Dios Padre pide un amor total: amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón... Si se le da al dinero sólo el 0,1% ya no es todo lo que se le da a Dios. Esto significa que el discípulo tiene que luchar contra la tentación de convertir los bienes en fines, viviendo para ellos, para tener y acumular, consiguiendo bienes como sea, incluso por medios ilegítimos, creyendo que así se asegura el futuro.  

Por eso os digo: esta conexión es importante. Como consecuencia de que tenemos que vivir solo para Dios y no para el dinero, hay que vivir bajo la providencia del amor del Padre, que nos ama y conoce nuestras necesidades.

Esta fe tiene que ser la señal de que creemos en la paternidad de Dios, que nos ama y cuida (cf 1º lectura) y de que no somos gente de poca fe, en cuanto que, por una parte, creemos que Dios es Padre, pero, por otra, no nos fiamos de él. Lo propio del cristiano no es creer en Dios. También creen en Dios los paganos. Lo propio nuestro es que creemos que Dios es Padre. Por eso el discípulo debe tener como única inquietud colaborar con el reino de Dios, lo demás se le dará por añadidura.
        Para aprender a vivir bajo la providencia de Dios, hay que imitar a Jesús, que la vivió de forma total. Buscó como absoluto realizar su tarea de cara al reino de Dios, sabiendo que lo demás vendría por añadidura. Esto no le excusó de buscar cada día los medios para vivir ni le libró de limitaciones físicas ni de períodos de escasez o de persecuciones ni de la muerte en cruz. Pero el Padre siempre tuvo la última palabra y le salió al encuentro por medio de personas que le ayudaban en sus necesidades y finalmente, cuando lo crucificaron, lo resucitó y lo constituyó señor de todas las cosas. Jesús fue buen administrador de los misterios de Dios (2ª lectura).

Éste es el Jesús, cuya inquietud por hacer la voluntad del Padre, celebramos en la Eucaristía y al que nos unimos aceptando seguir su camino. Participar la Eucaristía exige renovar la confianza en el Padre que tuvo Jesús, por un lado, y hacer un uso social de los bienes, pues es celebración de la fraternidad cristiana.

D. Antonio Rodríguez Carmona


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