"Videntes
autem stellam gavisi sunt gaudio magno valde", dice el texto latino con
admirable reiteración: al descubrir nuevamente la estrella, se gozaron con un
gozo muy grande. ¿Por qué tanta alegría? Porque, los que no dudaron nunca,
reciben del Señor la prueba de que la estrella no había desaparecido: dejaron
de contemplarla sensiblemente, pero la habían conservado siempre en el alma.
Así es la vocación del cristiano: si no se pierde la fe, si se mantiene la
esperanza en Jesucristo que estará con nosotros hasta la consumación de los
siglos, la estrella reaparece. Y, al comprobar una vez más la realidad de la
vocación, nace una mayor alegría, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y
el amor.
Entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y, arrodillados, le adoraron. Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de El; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad; que deseamos sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones. Tú, en tu alma, y también yo —porque hago una oración íntima, con hondos gritos silenciosos— estamos contando al Niño que anhelamos ser tan buenos cumplidores como aquellos siervos de la parábola, para que también a nosotros pueda contestarnos: alégrate, siervo bueno y fiel.
Y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Detengámonos un poco para entender este pasaje del Santo Evangelio. ¿Cómo es posible que nosotros, que nada somos y nada valemos, hagamos ofrendas a Dios? Dice la Escritura: toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene. El hombre no acierta ni siquiera a descubrir enteramente la profundidad y la belleza de los regalos del Señor: ¡Si tú conocieras el don de Dios!, responde Jesús a la mujer samaritana. Jesucristo nos ha enseñado a esperarlo todo del Padre, a buscar, antes que nada, el reino de Dios y su justicia, porque todo lo demás se nos dará por añadidura, y bien sabe El qué es lo que necesitamos.
En la economía de la salvación, Nuestro Padre cuida de cada alma con delicadeza amorosa: cada uno ha recibido de Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra. Parecería inútil, por tanto, afanarse por presentar al Señor algo de lo que El tuviera necesidad; desde nuestra situación de deudores que no tienen con qué pagar, nuestro dones se asemejarían a los de la Antigua Ley, que Dios ya no acepta: Tú no has querido, ni han sido de tu agrado, los sacrificios, las ofrendas y los holocaustos por el pecado, cosas todas que ofrecen según la Ley.
Pero el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y El mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor.
Démosle, por tanto, oro: el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad.
Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón.
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