No cabe en el amor la lógica del cálculo, la unidad de
medida, el canje. «Te cambio 120 gramos de cariño por medio litro de escucha.
Además, te daré tres meses y medio de mi vida a cambio de 300 megas de
confidencias a través de WhatsApp, nada de hablar de estas cosas en persona,
por favor, no vaya a ser que nos miremos a los ojos una sola vez y, sin querer,
nos encontremos». Nada más, porque el amor duele, a veces. ¿Para qué
arriesgarse?
Tendemos un par de dedos por miedo a que, si ofrecemos
la mano, nos agarren el brazo entero. Somos la generación que no se atreve a
decir «te quiero», porque «no es necesario, sabemos exactamente lo que hay
entre nosotros, no vamos a estropearlo poniendo etiquetas». Miramos hacia otro
lado ante la miseria del otro. No tenemos los brazos abiertos ni el corazón, a
veces, con más nombres que el propio.
«Así estoy bien», nos repetimos, intentando acallar
una conciencia que muerde, una soledad que escuece. No me molestan, no me
implico, no me desgasto ni me frustro. Pero ¿qué vida no está para desgastarse
por el otro? «Jóvenes, ustedes fueron creados para algo más» nos dice Francisco
en la JMJ de Panamá. Y es que a
veces aspiramos a poco. Buscamos la seguridad del «a mí no me lieis». Nos
conformamos con una vida a medias, sin comprender que el camino de la cruz
consiste en ayudar a otros a cargar sus penas y a ser amigo, confidente o lo
que haga falta.
Nos da pereza. Y es normal, entender la vida como
viacrucis es incómodo. Las caídas, el dolor, la soledad… por no hablar de las
veces que tenemos que ser Cireneos y comernos el marrón de otros porque
«pasábamos por ahí». Y es que la cruz pesa, es áspera, raspa, pincha. Y si esto
digo de la propia, ni te cuento de la ajena. «¿Quién me manda a mí?», nos preguntamos.
Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Una vida sin historia
compartida? ¿Una concatenación de experiencias sin profundidad, sin orden ni
sentido? ¿Un corazón que vaga por el desierto anhelando una tierra prometida,
pero sin atreverse a conquistarla? Que se lo digan a María o a Juan, al pie de
la cruz, con el corazón roto, pero sosteniéndose el uno al otro. Pensad en la
Verónica, que solo quiso ser un pequeño oasis en medio de un infierno… y me
atrevería a decir que lo consiguió. Pensad en el buen ladrón, que en medio de
la desesperación de saberse pecador se sintió salvado.
No. El
amor no entiende de cálculo. Entiende de darse o no, perdonar o no, esperar o
no, partirse o no. Sin medias tintas. Si no, no es amor.
Ana Rueda
Legorburo
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