(v.19) Yo comprendo que estéis intrigados por lo que estoy diciendo. Pero
creedme, esto es parte de nuestro juego al escondite. Nuestro reencuentro va a
ser mucho más gozoso de lo que podéis imaginar. Un tiempo de ausencia entre dos
personas que se aman hace que el encuentro sea más delicioso. Es verdad que
vosotros no podéis ir a donde yo estoy, pero os podéis dejar llevar por mí.
(v.20) La alegría del mundo será bulliciosa y llamativa, pero superficial; el
mundo no sabe apreciar la verdadera belleza, el verdadero amor; se regocija en
revolcarse en la basura del pecado y de la lascivia. El mundo se alegrará a lo
grande cuando me quite la vida, y no se impresionará al verme resucitado.
Vuestra tristeza y rechazo de lo que el mundo considera deleitoso demuestra que
sabéis apreciar las cosas que producen alegría verdadera e incontami-nada.
Vuestra tristeza y vuestro llanto están diciendo en alta voz que me amáis y que
me echáis de menos; esta tristeza y este llanto son una preparación excelente
para disfrutar de la alegría más santa.
(v.21) Nunca se me olvidará el caso de una madre que le decía a su bebé con
alegría mezclada con orgullo santo: “No sabes lo que me has costado; no tienes
idea de lo precioso que eres para mí”. Podía haber añadido las palabras de
Jesús: “No sabes qué gran contribución hemos hecho entre los dos al género
humano, al traerle un nuevo regalito de Dios”.
Acostumbraos a pensar de manera positiva: vuestros sufrimientos no son en vano,
y ni uno solo de ellos pasa desapercibido. El Padre lo ve todo; y un día
podréis alardear, delante de todos los santos, de todos los malos trances por
los que habéis pasado en vuestra vida en la tierra. Esto es lo que hace San
Pablo en (2 Cor 4,7-10). Dice: “llevamos este tesoro en recipien-tes de barro
para que se vea claro que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no
nuestra: Nos encontramos
Atribulados
en todo, pero no aplastados
Apurados, mas
no desesperados,
Perseguidos
pero no abandonados,
Derribados,
mas no aniquilados.
Llevamos siempre en nuestros cuerpos, y por todas partes, la muerte de
Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”.
Parece como que Dios está practicando el patinaje artístico con Pablo: Le lanza
hacia arriba muy alto, pero nunca le deja caer al suelo y hacerse daño; lo
arroja lejos de sí, pero de manera que siempre termine por regresar a sus
brazos; hace como que con su cabeza está aporreando el suelo pero nunca lo
toca; le estrecha contra su pecho como una madre a su criatu-rita, pero nunca
lo asfixia.
(v.22) ‘Nadie os quitará esa alegría’. Cuentan de Muñoz Seca que cuando le iban
a fusilar, les gritaba a los soldados del escuadrón: “La vida me la quitaréis,
pero el miedo nunca me lo podréis quitar”. Jesús, por el contario, diría: “Me
podréis quitar la vida del cuerpo; pero nunca seréis capaces de quitarme la
alegría de poder dar la vida para mostrar mi amor”. Lo mismo tendríamos que
poder decir nosotros: “Nadie puede ser capaz de quitarnos la alegría de
pertenecer a Jesús”.
(v.23) Entonces veréis claro que yo no estaba hablando en algarabías cuando os
decía: “Un poquito, y ya no me veréis; y otro poquito y me veréis”. Entonces
veréis que nuestro juego al escondite fue de corta duración, mientras que
nuestro encuentro durará para siempre.
Estaréis tan identificados conmigo, que el Padre, al oíros, se hará la ilusión
de que me está oyendo a mí. Y como el Padre no puede negarme a mí nada de lo
que le pido, tampoco podrá negaros nada de lo que le pidáis.
(v.24) Los discípulos de Jesús se regocijaron de oír decir esto a Jesús hasta
cierto punto; nunca habían entendido del todo lo identificados que
estaban con Jesús; uno diría que nunca se habían atrevido a pedir nada al Padre
en nombre de Jesús; para ellos Jesús era sólo el maestro. Su identificación con
Jesús vino después de su pasión, muerte y resurrección, y fue llevada a cabo
por la in-habitación del Espíritu Santo. ¿Podemos imaginar una alegría mayor
que la de sentirse uno con Jesús en la presencia del Padre?
Otra Experiencia que deseo compartir. Yo tengo una hermana encantadora, se
llama Rosario, la llamamos Sarines, es un año y meses más joven que yo. Cuando
éramos niños y salíamos de paseo con mis padres fuera de la ciudad de León, a
Sarines le gustaba jugar al escondite: corría delante del grupo y se escondía
detrás de un árbol como para hacernos creer que se había perdido; pero cuando
llegábamos cerca del árbol, salía jubilosa y corría derecha a los brazos de mi
madre para darle, y darnos a todos, una alegre sorpresa. Un día se equivocó y,
en vez de los brazos de la mamá fue a parar a los brazos de una maestra que
aquel día nos acompañaba. Le entró tal angustia al pensar que podía parecer que
estaba traicionando a su mamá, que ya no jugó más aquel día y ya no se apartó
más de ella en todo el camino.
Santiago Alonso
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