viernes, 1 de mayo de 2015

De la Encíclica «Mes de Mayo» de S.S. PABLO VI


POR LA QUE SE INVITA A REZAR A LA VIRGEN MARÍA EN EL  MES DE MAYO.




Al acercarse el mes de mayo, consagrado por la piedad de los fieles a María Santísima, se llena de gozo Nuestro ánimo con el pensamiento del conmovedor espectáculo de fe y de amor que se ofrecerá en todas partes de la tierra en honor de la Reina del Cielo. En efecto, el mes de mayo es el mes en el que en los templos y en las casas particulares sube a María desde el corazón de los cristianos el más ferviente y afectuoso homenaje de su oración y de su veneración. Y es también el mes en el que desde su trono descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la divina misericordia.


Nos es por tanto muy grata y consoladora esta práctica tan honrosa para la Virgen y tan rica de frutos espirituales para el pueblo cristiano. Porque María es siempre camino que conduce a Cristo. Todo encuentro con Ella no puede menos de terminar en un encuentro con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa el continuo recurso a María sino un buscar entre sus brazos, en Ella, por Ella y con Ella, a Cristo nuestro Salvador, a quien los hombres en los desalientos y peligros de aquí abajo tienen el deber y experimentan sin cesar la necesidad de dirigirse como a puerto de salvación y fuente trascendente de vida?


Precisamente porque el mes de mayo nos trae esta poderosa llamada a una oración más intensa y confiada, y porque en él nuestras súplicas encuentran más fácil acceso al corazón misericordioso de la Virgen, fue tan querida a Nuestros Predecesores la costumbre de escoger este mes consagrado a María para invitar al pueblo cristiano a oraciones públicas siempre que lo requiriesen las necesidades de la Iglesia o que algún peligro inminente amenazase al mundo. Y Nos también, Venerables Hermanos, sentimos este año la necesidad de dirigir una invitación semejante al mundo católico. Si consideramos, en efecto, las necesidades presentes de la Iglesia y las condiciones en las que se encuentra la paz del mundo, tenemos serios motivos para creer que esta hora es particularmente grave y que urge más que nunca hacer una llamada a un coro de oraciones de todo el pueblo cristiano.

Pero la paz, Venerables Hermanos, no es solamente un producto nuestro humano, sino que es también, y sobre todo, un don de Dios. La paz desciende del Cielo; y reinará realmente entre los hombres, cuando finalmente hayamos merecido que nos la conceda el Señor Omnipotente, el cual, juntamente con la felicidad y la suerte de los pueblos, tiene también en sus manos los corazones de los hombres. Por esta razón, Nos procuraremos alcanzar este insuperable bien orando; orando con constancia y diligencia, como ha hecho siempre la Iglesia desde los primeros tiempos; orando de modo particular con el recurso a la intercesión y a la protección de la Virgen María que es la Reina de la paz.

A María, pues, Venerables Hermanos, se eleven en este mes mariano nuestras súplicas para implorar con crecido fervor y confianza sus gracias y favores. Y si las grandes culpas de los hombres pesan sobre la balanza de la justicia de Dios, y provocan su justo castigo, sabemos también que el Señor es el "Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación" <2 Cor.1,3> y que María Santísima ha sido constituida por El administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia. Que Ella, que ha conocido las penas y las tribulaciones de aquí abajo, la fatiga del trabajo cotidiano, las incomodidades y las estrecheces de la pobreza, los dolores del calvario, socorra, pues, las necesidades de la Iglesia y del mundo, escuche benignamente las invocaciones de paz que a Ella se elevan desde todas partes de la tierra, ilumine a los que rigen los destinos de los pueblos y obtenga de Dios, que domina los vientos y las tempestades, la calma también en las tormentas de los corazones que luchan entre sí, y "det nobis pacem in diebus nostris", la paz verdadera, la que se funda sobre las bases sólidas y duraderas de la justicia y del amor; justicia al más débil no menos que al más fuerte, amor que mantenga lejos los extravíos del egoísmo, de modo que la salvaguardia de los derechos de cada uno no degenere en olvido o negación del derecho de los otros.


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