Creo en la resurrección de los muertos
Lucas
dirige su Evangelio a cristianos que viven en un ambiente dominado por ideas
paganas de salvación, muy parecido al nuestro, en que la mayor parte de la
gente opina que lo importante en la vida es ser feliz aquí en este mundo y para
ello es fundamental el dinero, el poder político y militar, el prestigio...
Como consecuencia se busca a los que lo tienen y lo pueden dar y se margina a
los restantes, especialmente a los débiles.
En
este ambiente, que se respira por todos los poros e influye en la comunidad
cristiana, es importante que el cristiano sea consciente y valore las
características de la salvación que ofrece Jesús: es una salvación que da la
felicidad porque hace partícipe de la vida divina, da sentido a esta vida y resucita para una vida eterna.
Jesús hace posible el gran sueño
de sobrevivir a la muerte. Los faraones construyeron las pirámides y
sofisticadas sepulturas para que los enterrasen en ellas, colocando junto a sus
cadáveres alimentos y joyas. Pero de nada sirve meter en la sepultura dinero ni
joyas. La resurrección es un regalo de
Dios por Jesucristo. Por ello para el cristiano es un engaño el “comamos y
bebamos que mañana moriremos”, porque sabe que la muerte no es el final, sino
el momento en que devuelve a Dios la vida física que recibió de él y Dios se la
transformará en vida eterna, si previamente en su vida mortal acogió libremente
la invitación a la conversión, se unió a Cristo por el bautismo y procuró vivir
como hijo de Dios.
Dos
relatos de resurrecciones narra Lucas, éste y la hija de Jairo, y en ambos
destaca el protagonismo de Jesús, que ofrece lo que el hombre no puede
imaginar. En este caso Jesús se encuentra a las puertas de un pequeño poblado
un cortejo fúnebre en que llevan a enterrar al hijo único de una mujer viuda.
Es una mujer que se encuentra en una situación de desamparo total. En aquel
contexto social el apoyo y defensa de una viuda está en sus hijos, pero a esta
se le ha muerto el único que tenía. Jesús, movido de misericordia y
espontáneamente resucita al muerto y lo devuelve a su madre. La resurrección
aparece así como fruto de la misericordia de Jesús. Los presentes interpretan
correctamente el hecho como profético (Un profeta ha surgido entre nosotros),
porque manifiesta que Dios es misericordioso y el Dios de la vida. Es una
manifestación de la visita de Dios por Jesús.
Hoy
unos niegan todo tipo de supervivencia, otros opinan que algo puede haber,
otros ni se plantean el problema. Las obligaciones familiares y los compromisos
sociales obligan a todos a participar en entierros, pero se procura no
plantearse problemas. En la 2ª lectura san Pablo recuerda cómo Dios le dio el
don de la fe en Jesús resucitado y que este don llevaba aneja la obligación de
darlo a conocer a los gentiles. Igualmente los cristianos, que creemos en Cristo
resucitado, somos un pueblo de profetas que hemos de ofrecer esta palabra a
nuestro mundo con nuestra forma de vivir y con nuestra palabra.
La
resurrección es el final de toda una vida unidos a Jesús. Por el bautismo nos
unimos a él y, a partir de ese momento, toda nuestra vida debe discurrir unida
a él, el amigo que nunca nos abandona y está siempre con nosotros,
especialmente en el momento de la muerte, en que hará que participemos
plenamente su resurrección. A lo largo del camino nos acompaña de varias
formas, especialmente en la Eucaristía, sacramento de vida eterna: Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres
comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo,
para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno
come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi
carne por la vida del mundo. » (Jn 6,48-51)
Rvdo. Antonio Rodríguez Carmona
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