perdón de los pecados, resumen de la obra salvadora de Jesús
El Evangelio de hoy es el último de una serie de
relatos en que san Lucas presenta la originalidad de la salvación que ofrece
Jesús en contraposición a los sistemas paganos de salvación. Estos últimos
buscan la salvación en el dinero, el poder, la violencia, la fama, invitando
ansiosamente a conseguirlos con los medios que sea y marginando a las personas
e instituciones que no los pueden ofrecer. Son sistemas que crean dolor y
tristeza. Desgraciadamente es una realidad que nos invade. El cristiano, que
vive y respira en este ambiente, tiene el peligro de dejarse seducir de esta
falsa salvación, peligro que con demasiada frecuencia es realidad.
San Lucas invita a los cristianos a valorar la
verdadera salvación que ofrece Jesús. Es una salvación total, porque abarca a
toda la persona, cuerpo y alma y es para siempre, comenzando en esta vida y
culminando en la futura, dando así lo que no pueden ofrecer los sistemas paganos,
como la resurrección y un corazón nuevo. Sus milagros fueron signos que indicaban el alcance de su
obra: curó enfermedades para indicar que el Reino de Dios implica destrucción
del dolor, resucitó muertos para indicar que su salvación implica superar la
muerte con la resurrección... Hoy se subraya un aspecto muy importante, tanto
en la primera lectura como en el Evangelio, el perdón de los pecados, la
salvación radical, que san Lucas presenta como “el trueno gordo” dentro de la
serie de signos salvadores de Jesús, que se han ido recordando estos domingos.
Perdón de los
pecados es para san Lucas el resumen y la quintaesencia de
la obra de Jesús. Por ello resume la misión encomendada por Jesús a la Iglesia en
esta frase: «predicar en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). Implica
no sólo amnistía de todos los pecados cometidos por el hombre, sino
positivamente la renovación y transformación del corazón. Es el principio
básico de la obra salvadora de Jesús, que comienza con la transformación de lo
más íntimo de la persona, quitando el corazón de piedra y dando un corazón de
carne, transformado por el amor de Dios, derramado
en nuestros corazones por el Espíritu que se nos dio en el bautismo (Rom
5,5). Es la gran promesa aneja a la nueva alianza: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas
vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os
daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de
vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi
espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y
observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36,25-27). El problema de las salvaciones no radica en programas o teorías
más o menos buenas sino en el corazón que ha de aplicarlos y llevarlos a cabo.
Un corazón de piedra todo lo echará a perder.
Jesús comienza salvando la raíz de la persona, el
corazón. Esto es un don y una tarea. Se nos regala por medio de Espíritu un
corazón filial y fraternal, capaz de vivir como hijo de Dios y hermano de todos
los hombres, pero esto implica vivir desarrollando todas sus implicaciones en
la vida de cada día, de forma que todas las acciones nazcan de un corazón limpio que conduzca a la visión de Dios
(Mt 5,8).
Puesto que todos somos débiles, Jesús nos dejó el
sacramento de la penitencia para reparar los daños inferidos al corazón nuevo
después del bautismo. Y no solo esto, nos ofrece también la posibilidad de
erradicar constantemente todos los
daños que le podamos inferir. Al igual que en nuestro organismo hay partes
blandas y delicadas en las que los roces y golpes producen callos y
traumatismos, así las faltas a Dios y a los hermanos producen durezas, e
incluso la muerte, en nuestro corazón nuevo. Para ello Jesús nos ofrece la
posibilidad de la virtud de la penitencia, que nos permite reparar sobre la
marcha nuestros pecados. Es un fuego abrasador que devora y purifica el corazón
y, como todo fuego, necesita ser alimentado. En este caso se alimenta con el
amor y la humildad: humildad que reconoce la propia debilidad y pide perdón a
Dios y al hermano; amor que siente la falta de correspondencia al amor de Dios.
La celebración de la Eucaristía supone el perdón de
los pecados y lo potencia. La comenzamos pidiendo perdón y, en la medida en que
acogemos la palabra de Dios, oramos y nos unimos al sacrificio de Jesús,
purifica el corazón. Por otra parte, es un momento privilegiado para agradecer
el corazón nuevo, fruto de la muerte y resurrección de Jesús.
Rvdo. D.
Antonio Rodríguez Carmona
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