La
llegada del otoño con sus hojas amarillas que van cayendo de los árboles nos
ayuda a comprender fácilmente lo que significa el final de la vida. Es
precisamente en el otoñal mes de noviembre cuando la Iglesia tiene un recuerdo
especial para los difuntos.
El otoño tiene su parte de tristeza, pero no le falta su encanto, tal vez porque es el tiempo en que ya se termina la recolección de los frutos del campo. También la muerte, siempre triste, es como el tiempo de la cosecha.
Podemos decir que el culto
a los muertos es tan antiguo como el hombre. Y siempre ha sido un elemento
fundamental en todas las religiones. No podía ser de otra manera. El hombre,
amante de la vida, se resiste a morir para siempre. Un deseo tan universal y
tan profundo no puede ser un deseo ciego sin posibilidad de verse cumplido.
En los tiempos actuales, a
pesar de la enorme plaga de increencia, es el hecho inevitable y constante de
la muerte el que hace que el hombre no prescinda absolutamente de la religión.
Todos los días los medios de comunicación nos hablan de muertes. Tal vez por
referirse a personas lejanas a nosotros podemos acostumbrarnos a este tipo de
noticias sin que nos impresione demasiado. Pero de cuando en cuando la visita
de la muerte llega a nuestro mundo concreto y cercano de familiares, amigos,
vecinos… Entonces es más fácil que nos haga reflexionar sobre lo que es la
vida. De hecho entre nosotros la muerte tiene mucho poder de convocatoria y
cada vez acude más gente a los entierros, tal vez porque los medios de
comunicación lo hacen más factible.
Ello es siempre positivo,
aunque sólo fuera por aquello de que el enterrar a los muertos es una obra de
misericordia. Si además se aprovecha para orar y escuchar la palabra de Dios,
pues será más positivo todavía.
La fiesta de Todos los
Santos tal y como se viene celebrando es un signo más que puede ayudar, aunque
sólo sea una vez al año, a no perder de vista la dimensión trascendente del
hombre y a preguntarnos por el sentido último de la vida.
Ahora bien, convendría resaltar ciertas sombras existentes en este terreno del
culto a los muertos:
– Nuestro Dios es un Dios
de vivos y la práctica religiosa no debe limitarse solamente al culto a los
muertos. Sin menospreciar la buena fe de aquellos que tienen por costumbre ir a
los entierros e incluso a Misas por difuntos, hay que reconocer que el
cristiano tiene el deber de dar culto a Dios también en otras ocasiones,
reducir la práctica religiosa a sólo estos momentos supone un empobrecimiento
que necesariamente habrá de dar una visión fúnebre del cristianismo. Privarse
de la gozosa celebración de la Misa dominical, por ejemplo, es renunciar a lo
que puede dar una enorme dosis de ilusión y esperanza.
– El culto a los muertos no
puede reducirse a un mero acto de sociedad. Ir a los entierros o a las Misas
por los muertos por mero compromiso, para ser visto por los familiares del
difunto no deja de ser una manera más de guardar las apariencias. Y si algo
rechazó Jesús, fue la hipocresía. Si además uno es cristiano y no participa de
corazón en todo lo que supone la celebración cristiana de la muerte, está
cayendo en una gran contradicción e incoherencia. Dígase esto de quienes
pudiendo entrar en la Iglesia no entran o se ponen a charlar en lugar de rezar
o guardar el silencio sagrado.
– El valor de la Misa es
infinito. La Misa en realidad nunca es por un solo difunto, sino por todos. Y
por supuesto no depende del número de personas que asistan ni del lugar en que
se celebre. Hay quien piensa que si él u otras personas no asisten ya no vale.
Del mismo modo algunos sólo van cuando es por “sus” muertos, por los de algún
amigo o conocido… Pero, sobre todo, olvidan que la Misa no fue instituida
primordialmente para rogar por los muertos, sino para reunir a cristianos y
vivir la presencia de Cristo en ella.
– Las celebraciones por los
difuntos (entierros, aniversarios, misas…) son con frecuencia la ocasión que
algunos tienen para entrar en contacto con la iglesia. Diríase que es una
ocasión privilegiada que los sacerdotes, deberían aprovechar pastoralmente. En
primer lugar, hoy que la técnica lo permite habría que cuidar que la voz,
llegue a todos, también a los que se quedan fuera de la Iglesia por falta de
espacio y que suelen ser doble o triple de los que entran. Un simple altavoz
puede resolver el problema. Pero es preciso también cuidar todos los detalles
de la celebración y, sobre todo, evitar el efecto contrario: alejar más a los
que ya están bastante alejados.
– Puesto que la muerte es
una experiencia evocadora de lo religioso, sepamos servirnos de ella como un
elemento dinamizador de nuestra vida de creyentes.
J. Jáuregui
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