Bienaventurados los que tienen un
corazón pobre
Es totalmente lógico. No se puede llenar un vaso, si
previamente no está vacío, el hombre no puede llenarse de Dios, si previamente
no está vacío de autosuficiencia. La parábola del fariseo y el publicano invita
a tomar conciencia de un peligro que amenaza a toda persona religiosa
practicante, como son el judaísmo y el cristianismo. Consiste en la idea que se
tenga de la vida religiosa y de las obras anejas a ella: comercio o regalo.
En el primer caso, la persona actúa como el que está
comprando la salvación a costa de sus obras y propio esfuerzo. El hombre
reconoce la primacía de Dios, que impone las reglas, las acepta y realiza con
su propio esfuerzo; como consecuencia de este contrato Dios está obligado en justicia a cumplir lo pactado. El hombre
está en el centro y busca su seguridad trabajando por su autoestima, por su
buen nombre de cara a los demás y por su salvación eterna, comprándola a Dios. Así
la vida religiosa se convierte en un mercantilismo con sus tendencias a rebajas
y trapicheos. Esta visión ha pasado a la historia con el nombre de fariseísmo
con referencia a las conductas que denunció Jesús y más tarde Pablo, pero
fácilmente se da también entre los cristianos, cuando mercadean la salvación: “He
hecho esto y esto, ¿me puedo quedar tranquilo?, preguntan algunos. O cuando
creen que con sus obras están haciendo un favor a Dios:
¿Qué sería de Dios y la religión si yo no me
comprometiera?
En el segundo caso el hombre se centra en Dios, de quien
ha recibido inmerecidamente un doble regalo, el don de ser su hijo por medio de
Jesús y la posibilidad de cooperar con él con humildad y acción de gracias.
Ésta postura sitúa al hombre en su realidad existencial ante Dios: somos pobres
creaturas, débiles y pecadoras; podemos trabajar en la obra de la salvación,
pero siempre como pobres instrumentos.
Todo es gracia y misericordia.
En este contexto la vida religiosa es un diálogo de amor
entre padre e hijo, un padre que quiere volcarse totalmente en el hijo en la
medida en que éste se deja llenar, y un hijo que quiere responder, con sus
altos y bajos, pero siempre en contexto de amor humilde. Aquí no hay lugar para
el mercadeo: Dios me ama con amor total y me pide que le corresponda con amor
total, lo que implica que hay que cooperar cada vez más con este amor: Sed
misericordiosos como vuestro padre es misericordioso (Lc 6,36); amarás
al Señor tu Dios con todo tu
corazón... y al prójimo como a ti mismo (Mt 22,37-39). La entrega
total de Dios exige una entrega total del hombre que se debe traducir en la
entrega a los hermanos, trabajando por sus necesidades espirituales y
materiales. En este campo nunca se llega a la medida, siempre hay deudas,
por lo hemos hecho mal y por lo que hemos dejado de hacer.
Por eso es necesario constantemente el perdón de Dios: perdónanos
nuestras deudas... (Mt 6,12). La
segunda lectura presenta el ejemplo de Pablo: es consciente de que todo lo debe
a la misericordia a Dios (cf 1 Tim 1,12-17) y agradece el haber cooperado hasta
el final. No se trata de ocultar las buenas obras realizadas, sino de vivirlas
y presentarlas como regalo de Dios, para que vean vuestras buenas obras y
den gloria a vuestro padre que está en los cielos (Mt 5,16).
Jesús declara bienaventurada esta actitud en la primera
bienaventuranza (Mt 5,3): pobre de espíritu o corazón pobre es el que reconoce
su situación existencial ante Dios, limitado, pecador, instrumento en sus
manos. Jesús lo felicita primero porque es señal de que Dios le ha dado un
corazón nuevo, y después porque está cooperando. Y por eso anima a continuar
cooperando hasta llegar a la plenitud. Realmente “quien no reciba el reino de Dios como un
niño, no entrará en él” (Mc 9,15).
Ésta debe ser la actitud del cristiano en la celebración
de la Eucaristía ,
que es toda ella acción de gracias. No se trata de asistir para “quedarse tranquilo”, ni de hacer un favor a
Dios, sino de agradecer al Padre por medio de Jesús los dones que nos da: la
vida y la salud, el perdón, el ser sus hijos, el ser miembros de su familia, la
capacidad de pensar y obrar bien, las buenas obras realizadas, la promesa de
compartir plenamente su felicidad. Y de pedir la gracia de cooperar y superar
las dificultades.
D. Antonio Rodríguez Carmona
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