En La Escritura, los montes
representan el lugar donde habitan los dioses, los dioses que todos tenemos, y
que hemos puesto por delante de nuestro Dios: nuestro propio YO, nuestro
egoísmo, el dinero. Y que se alimentan de los siete pecados capitales, que son
cabeza de todos los demás.
En el Cántico de Moisés, una vez
atravesado el Mar Rojo, y, refiriéndose al pueblo de Israel, nos dice: “…Los introduces y los plantas en el Monte
de tu heredad, santuario, Señor, que fundaron tus Manos…” (Ex 1, 15). Es en
este Monte Santo, el Monte Calvario, donde Jesucristo fundó el Monte del Señor,
clavando en la Cruz gloriosa, sus santas Manos para el perdón de nuestras
idolatrías, nuestro seguimiento a los ídolos.
Y,
al final de los días, estará firme el Monte de la casa del Señor, en la cima de
los montes, encumbrado sobre las montañas. (Is 2, 2-5). Es decir, Isaías profetiza sobre el
final de los días: Dios estará por encima de todas nuestras maldades, de todos
nuestros desatinos. Su Monte Santo, ese Monte donde sólo puede subir el Hijo de
Dios.
¿Quién
puede subir al Monte del Señor?
¿Quién
puede estar en el recinto sacro?
El
Hombre de manos inocentes y puro corazón
que
no confía en los ídolos
ni
jura contra el prójimo en falso (Sal 23,3)
Ese Hombre, profetizado por el salmista, es
Jesucristo, el único que tiene las Manos limpias de pecado, que rechaza el
soborno y no calumnia con su lengua:
¿Quién habitará en tu Monte Santo?
El de conducta intachable, que no
calumnia con su lengua
que no daña a conocidos, ni agravia
su vecino
que
no presta a usura ni acepta soborno contra el inocente
y honra a los que temen a Dios (Sal
15, 1-5)
Alabado sea Jesucristo
Tomas Cremades
No hay comentarios:
Publicar un comentario