Cuando reflexionamos sobre la situación actual de la Iglesia,
frecuentemente afirmamos que estamos viviendo unos momentos de crisis. Esta
sensación nos impide ver muchas veces los grandes dones que Dios nos ha
regalado durante las últimas décadas. El gran regalo de Dios a la Iglesia es la
santidad de sus miembros y su gran tesoro son los santos. Si la Iglesia fuera
rica y potente en sus instituciones y no tuviera frutos de santidad, en
realidad sería pobre. En cambio, una Iglesia que vive santamente, aunque sea
pobre en personas y en medios, posee un gran tesoro.
Hemos de agradecer a Dios que, en medio de un tiempo en el que sentimos las
dificultades de la evangelización, nos haya regalado unos testimonios de
santidad tan luminosos para nuestro mundo. Uno de ellos es Santa Teresa de
Calcuta, canonizada por el papa Francisco hace unas semanas. Su figura resulta
familiar a toda una generación de cristianos. La recordamos, por ejemplo, junto
a San Juan Pablo II, quien supo ver la profundidad de su experiencia espiritual
y estuvo unido a ella por una amistad sincera.
Su actividad nos resulta también conocida: entregó la vida por mostrar la
luz de Cristo y saciar la sed de Dios entre los más necesitados de amor, que
eran para ella los pobres de Calcuta. La congregación de las Misioneras de la
Caridad, fundada por ella, continúa su obra en todo el mundo, amando a los más
necesitados con el mismo amor con el que aman al Señor. Su labor fue
unánimemente reconocida incluso fuera de las fronteras de la Iglesia. La
concesión del premio Nobel de la paz fue el signo de la admiración que despertó
su obra y el modo de realizarla.
Pero el secreto de la santidad está dentro, en el corazón, en las
motivaciones, en el amor al Señor, en la obediencia a su voluntad y en la
fidelidad a los compromisos, a pesar de las dificultades y oscuridades. La
grandeza de esta mujer pequeña está en su camino espiritual: en el deseo de ser
misionera durante su juventud, que la llevó a ingresar en la congregación de las
hermanas de Loreto; en el voto privado que hizo en el año 1942 de dar a Dios
cualquier cosa que le pidiera y no negarle nada; en la generosa respuesta a la
“llamada dentro de la llamada” que el Señor le hizo el 10 de septiembre de 1946
durante un viaje en tren “para ir a las calles a servir a los más pobres de los
pobres”. No vivió esto como un proyecto suyo, sino como una llamada “para
dejarlo todo y seguirle a Él a los barrios más miserables”.
Fiel a su compromiso del año 1942, tuvo que tomar decisiones dolorosas y
arriesgadas: abandonar la congregación a la que pertenecía y esperar el
reconocimiento de la Iglesia a la nueva familia religiosa fundada por ella.
Además, tuvo que pasar por la experiencia de una noche espiritual que la
llevaría a una fe pura y desnuda y, en determinados momentos, a preguntarse si
lo que hacía era la voluntad de Dios. Y a pesar de todo esto, fue fiel al deseo
de saciar la sed de Cristo que continúa presente en nuestro mundo en aquellos
que, como Él, “mueren en la pobreza absoluta, privados de todo consuelo,
abandonados, despreciados y rotos en el cuerpo y en el alma”.
Que el Señor nos conceda alegrarnos por este testimonio de santidad.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa
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