“Había una
mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y
andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y
glorificaba a Dios”.
El pecado nos deja su rastro no solo en nuestra alma,
sino incluso físicamente. Aquella mujer llevaba mucho tiempo subyugada por un
espíritu hasta tal punto que andaba encorvada, mucho tiempo mirando siempre a tierra,
mucho tiempo sin poder levantar la vista al cielo. Estaba moral y físicamente
condenada a mirar solo las cosas de aquí abajo, la negra tierra; no podía elevar
la vista hacia el esplendoroso azul del cielo, hacia lo de arriba, hacia lo
sublime. El peso del pecado hacía que tuviera que andar hundida por la pesada y
pecaminosa carga.
Ella parece que se ha acostumbrado a vivir de ese
modo, se ha amoldado a esa manera de existir y, aun cuando esté en presencia de
su salvación, Jesús, no se percata, parece que nada le hace salir de su rutina.
Él es el que la llama, le da un toque de atención, la activa y le anuncia que
queda libre de su enfermedad. La libera de las cadenas del maligno. Le quita la
carga por la que está hundida, esclavizada y encorvada para que pueda erguirse,
ponerse derecha y pueda levantar la vista. Pero a la vez que le habla hace un
signo, una señal física para que ella reaccione: le impone las manos. Es
necesario el roce de una mano amorosa. Es necesario que el amigo nos acaricie.
Necesitamos sentir su tacto sobre nuestro hombro.
Solo entonces reacciona: se puso derecha y glorificaba a Dios. Solo entonces se percata de
la gran carga de la que ha sido liberada y su reacción es el agradecimiento en
forma de alabanza.
Señor, no dejes de poner tu amorosa mano sobre mis
encorvados hombros. Necesito tu diario contacto para salir de mi vida terrenal.
Necesito tu contacto para poder elevar mi mirada hacia lo celestial. Necesito
tus constantes toques de atención para reaccionar, para darme cuenta que la
salud y felicidad no está aquí abajo, sino allá arriba, junto a ti.
Pedro José Martínez Caparrós
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