Todavía
recuerdo un domingo al Papa Francisco, desde la ventana del palacio apostólico,
al concluir el «ángelus», invitándonos a corear con él las tres palabras mágicas
que, a su juicio, sostienen la relación de toda pareja: «permiso», «perdón» y
«gracias». Y que, por extensión, podríamos referir a toda relación humana.
Más
allá de la anécdota insólita, el Papa tiene razón. «Pedir permiso», es decir,
entrar de puntillas, cuando uno trata de irrumpir en la vida del otro; «dar las
gracias» por un beneficio o un favor concedido; así como «pedir perdón» por las
acciones que hubieran podido molestar a los demás, son algo más que un gesto de
buena educación. Son, sin duda, dones que Dios deposita en el corazón de cada
persona, como expresión de la belleza que entraña una comunicación
interpersonal capaz de anteponer lo del otro a mis propios intereses
personales.
El
reflejo de este canto de fe agradecida lo recoge certeramente Lucas en su
Evangelio al narrar la curación de los diez leprosos. Sólo uno volvió a darle
gracias. Aquel marginado, por partida doble, social y religiosa, supo responder
a la «gratuidad de Dios» y obtuvo inesperadamente un segundo milagro, su sanación
espiritual (salvación).
La «lepra» —más allá de su patología cutánea—
simboliza hoy la «enfermedad del alma» que aqueja a muchos hombres y mujeres de
nuestro planeta, al erradicar a Dios de su vida. Resulta paradójico constatar
cómo en algunos lugares quienes confiesan su fe sean realmente unos «marginados
sociales» a quienes se tolera como mal menor y se procura preservar del resto
de la población para evitar posibles «contagios».
La
historia vuelve a repetirse. Más allá de los errores personales e institucionales
que la Iglesia haya podido cometer a lo largo de su historia y de los que
reiteradamente ha pedido perdón… pocos grupos sociales han contribuido tanto en
humanizar-divinizar la vida. Bastaría, como botón de muestra, estas cifras que
he tomado de la Memoria de la Iglesia de España en el año 2014 para quedar
sobrecogidos de las GRACIAS que Dios nos ofrece a través de la mediación de
tantos creyentes: 47.600.000 horas invertidas en actividades pastorales en las
23.071 parroquias, en los diferentes movimientos, cofradías o grupos
apostólicos; los 18.813 sacerdotes; 57.531 religios@s; 13.000 misioneros;
104.995 catequistas; 2.504 capellanes y voluntarios en las cárceles; 16.626
voluntarios y agentes en los hospitales; 63.000 personas enfermas y familias
que fueron acompañadas en su domicilio; 2.600 centros educativos, 1.468.269
alumnos, 103.179 personal docente, 2.692.000 € de ahorro al Estado por los
centros concertados, 25.660 profesores de religión, 3.501.555 alumnos inscritos
en clase de religión; 15 universidades, 85.381 alumnos matriculados; 240.282
bautizos, 244.252 primeras comuniones, 116.787 confirmaciones, 54.495
matrimonios, 23.624 unciones de enfermo; 4.738.469 personas fueron acompañadas
en centros sociales y asistenciales, 9.062 centros, 2.800.000 de personas
atendidas en centros para mitigar la pobreza, 108.000 personas orientadas y
acompañadas en la búsqueda de empleo, 84.000 personas mayores y enfermos
crónicos y personas con alguna discapacidad, 160.000 inmigrantes recibieron
ayuda, 74.000 familias acompañadas en los Centros de Orientación Familiar,
16.000 recibieron asesoría jurídica, 10.800 niños y jóvenes atendidos en algún
centro de tutela de menores, 32.400 mujeres acompañadas, atención de víctimas
de violencia; 81.917 voluntarios de Cáritas, 2.179.958 personas en exclusión
social atendidas, 5.146 voluntarios en Manos Unidas, 608 nuevos proyectos, en
57 países; etc.
En
cada Eucaristía, acción de gracias por excelencia, los creyentes no sólo
actualizamos la salvación que Dios nos regala sino que reconocemos y
agradecemos a cuantos, fascinados por Jesucristo, tratan de encarnar los
valores del Reino en el mundo a través de su testimonio de su vida, de su
disponibilidad y de su entrega generosa tanto en dinero como en tiempo.
¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS!
Con mi afecto y bendición
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de
Barbastro-Monzón
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