Señor, hoy con las lecturas
de la Eucaristía
has querido recordarme que hay que ser agradecidos.
La primera lectura relata el
agradecimiento de Naamán a Eliseo por haberle librado de la lepra: “Acepta un regalo de tu siervo”. En la
lectura del Evangelio te quejas: “¿No han
quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Tan solo ha vuelto a
dar gracias a Dios este extranjero?”
Estas citas, Señor mío, me
han hecho recapacitar en que cuántas veces he sido desagradecido igualmente yo.
Al finalizar el Sacramento de la
Penitencia , también yo cumplo con la ley: concluyo con la penitencia
recomendada por el sacerdote; en realidad antes de formalizar la penitencia –los nueve leprosos ejecutaron fielmente la ley: fueron a presentarse a
los sacerdotes– no me acuerdo de darte las gracias por
haberme dejado limpio de mi lepra, mis pecados.
Quizá, más de las veces
debidas, yo también me doy por satisfecho con rezar o realizar lo que el
sacerdote me ha mandado. Los nueve cumplieron fielmente lo que decía la ley, es
más, incluso Tú le dijiste que lo hicieran. Pero, por encima de ese quinto y
último paso que la Iglesia
nos propone para realizar una buena confesión, hay otro de ley natural que es
el agradecimiento. Siempre a las personas que hacen lo más mínimo por nosotros,
por reconocimiento o por educación, les damos las gracias, de lo contrario nos
sentimos y nos tratan de mal educados. Tú, Señor, no has hecho lo mínimo por
mí, sino lo máximo: limpiar mi lepra espiritual con tu sangre. Pocos, por no
decir nadie, son los que harían eso mismo y, si es que fuesen capaces a
hacerlo, solo lo harían por alguien muy amado. Pero Tú lo hiciste por este
pobre recalcitrante pecador. Pues eso, que me amas más que nadie; que incluso
sabiendo que voy a volver a contaminarme voluntariamente con la lepra me
perdonas una y mil veces. Claro que, como soy tan miope, comparo mi
insignificancia, mis medidas de andar por esta tierra, con tu inmensidad, con
tu infinito amor y nunca me pueden cuadrar las medidas: motivo mayor para
estarte eternamente agradecido. No me necesitas para nada y me elevas a hijo
tuyo.
Perdona, Señor, por tantas
veces y por tantas cosas que no te doy las gracias necesarias. Gracias por
perdonarme una y mil veces.
Pedro J. Martínez Caparrós
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